La Revista Musical Chilena ha identificado como sus principales áreas de interés, la cultura musical de Chile, considerando tanto los aspectos musicales propiamente tales, como el marco histórico y sociocultural, desde la perspectiva de la musicología y de otras disciplinas relacionadas. Incorpora contenidos vinculados a compositores, ejecutantes e instrumentos de la música de arte, folclórica, popular urbana e indígena, al igual que artículos atinentes a manuscritos, investigadores, aspectos teóricos y modelos musicológicos, además de nuevos enfoques de la musicología como disciplina, tanto en Chile como en América Latina.
Con el advenimiento de la vida republicana, el arte musical recibió un nuevo estímulo. Una demostración de ello es la dictación de un decreto que liberó de derechos a las partituras e instrumentos musicales, puesto que se consideró que la música "tiene el precioso objeto de dulcificar las costumbres".
CHINGANAS
Otra demostración de este despertar de la música nacional lo encontramos en un nuevo auge de la música tradicional del pueblo. Ella surge del confinamiento en que se hallaba, en la categoría de "bailes de la tierra", normalmente prohibidos, para presentarse en los salones y, especialmente, en las chinganas, que eran los lugares de entretenimiento popular, establecidas en terrenos abiertos o en sitios más o menos privados. Allí se levantaban fondas, en las que se cantaba, bailaba, bebía y comía, y se pasaba un rato de esparcimiento. A estas chinganas asistían, además, jóvenes y señoras de la alta sociedad, atraídos por la belleza contagiosa de estos ritmos y melodías que ahora podían saborear sin reparos.
En las chinganas se bailaba el cuando, el pericón, zapatera, llanto o la zamacueca, al son de música y canto con acompañamiento de arpa, guitarra, pandero y triángulo. Según los cronistas de la época, los músicos cantaban "con acento elevadísimo que parecía desagradable a los extranjeros; pero el oído se habituaba poco a poco, porque había cadencia en sus voces". Cuando cantaban en un tono bajo, lo que era raro, no eran aplaudidos por los asistentes. Este es un dato bastante curioso, por cuanto refleja la existencia de un estilo de cantar que se supone de origen morisco y que aún se conserva.
Las chinganas más antiguas fueron las de Ña Rutal y de Teresa Plaza, a las que se agregaron El Parral de Gómez, Baños de Huidobro y El Nogal, que incluía un escenario. Famosas fueron las hermanas Tránsito, Tadea y Carmen Pinilla Cabrera, que instalaron una fonda en Petorca, a una cuadra de la plaza, y que, trasladadas a Santiago, actuaron en el Parral de Gómez y en el Café de La Baranda, situado en la calle Monjitas, a una cuadra de la Plaza de Armas. "Las Petorquinas", como se las conoció, tuvieron tanto éxito, que la capital se cubrió de chinganas desde San Diego hasta San Lázaro. Además, fueron incluidas bailando cueca en la primera temporada de ópera que se organizó en Santiago. Sin embargo, pronto se volvió a dar la espalda a la música de tradición popular, para asimilar modas europeas que llegaban, en oleadas sucesivas, desde el otro confín del Atlántico. El café y la chingana fueron perdiendo terreno frente al teatro y a los bailes aristocráticos, que se abrían paso hacia los salones. El vals, la polka, redowa, contradanza o cuadrilla, desplazaron a los "bailes de chicoteo", que antes estaban de moda y que ahora eran desdeñados. Nuevamente, los "bailes de la tierra" se refugiaron en los campos y suburbios, de los que sobreviven los que ya hemos anotado, con el vigor que les otorga su vitalidad interna.
NUEVOS APORTES
Santiago concentraba entonces gran parte del ímpetu de este resurgimiento cultural. Valparaíso también participó de él, como puerto principal de llegada de todas las personalidades extranjeras que arribaban al país, atraídas por el proceso de emancipación que se estaba viviendo en estas latitudes. El panorama capitalino estaba constituido por calles de ángulos rectos, con buen pavimento, y acequias que corrían por el medio de ellas. Las casas, casi todas de un piso para resistir los temblores, eran de adobes, blanqueadas al estilo español. Las que pertenecían a las clases acomodadas disponían de un espacioso patio, precedido de un ancho portal con unos cuantos peldaños que conducían a la puerta de entrada. En la Plaza de Armas, la Catedral estaba inconclusa, sin torre ni campanario.
El teatro de Arteaga, cuya nueva sala se había recién inaugurado, era apenas un pequeño y bajo edificio, situado cerca de la Aduana, donde se daban obras que exaltaban el nacionalismo. Allí actuaba una orquesta de siete a ocho músicos, que dirigía Manuel Robles, la que interpretaba la música incidental de ocasionales sainetes y tonadillas españolas. Sin embargo, el espíritu de una sociedad donde primaban el buen humor, la espiritualidad y la afabilidad, era todavía ajeno al refinamiento, a la ilustración y al cultivo intelectual que primaba en la misma época en Europa. La música era, por lo tanto, la manifestación artística más notable en aquellos días.
Cuenta un viajero inglés que, al pasar por la ciudad de Quillota, "una de las más hermosas que yo haya visto en la América del Sur", algunas señoras bailaban y otras "tocaban algunas canciones en un clavicordio pequeño, instrumento de uso corriente entre ellas; otras, asimismo, se acompañaban en el canto con la guitarra, y no pocas de sus sencillas canciones las cantaban con un grado tal de gusto y sentimiento, que la naturaleza, y sólo la naturaleza, puede inspirar".
La apertura del comercio con otros países trajo a Chile algunos comerciantes cultos que, junto con mercaderías, aportaron instrumentos, partituras y, especialmente, sus conocimientos musicales. Entre ellos destacó el danés Carlos Drewetcke, que dio a conocer sinfonías y cuartetos de Haydn, Mozart, Beethoven y otros clásicos, y que reunía en su casa a algunos aficionados a quienes enseñaba los rudimentos del arte instrumental. Entre sus primeros y agradecidos discípulos, se contaba el compositor nacional José Zapiola.
Por esta misma época, vemos llegar a Chile una serie de músicos extranjeros, cuyo aporte personal y técnico sería decisivo para forjar los cimientos del desarrollo musical chileno, que han servido de pilares fundamentales para nuestras instituciones culturales contemporáneas. Entre ellos se cuentan la cantante y compositora española Isidora Zegers, de Madrid; el profesor de piano Fernando Guzmán y su hijo Francisco, sobresaliente violinista, de Mendoza; el violinista y maestro de canto Bartolomé Filomeno, de Lima; el compositor y teórico, autor del Himno Nacional peruano, José Bernardo Alzedo, de la misma ciudad, y el eximio pianista Juan Crisóstomo Lafinur, de Córdoba. A éstos se agregaron algunos cronistas que dieron testimonio del momento musical que vivía el país, donde destaca la inglesa María Graham.
ISIDORA ZEGERS Y LAS SOCIEDADES FILARMONICAS
Isidora Zegers y Montenegro nació en Madrid y recibió su educación en París, donde estudió canto con Federico Massimino, creador de nuevos métodos de enseñanza del canto; además, estudió piano, arpa, guitarra, composición y armonía. Gran admiradora de Rossini, sus primeras obras son canciones para voz y piano con texto en francés, basadas en las figuras de la cuadrilla francesa, baile de moda en la época. Siguiendo a su padre, que había sido contratado por el gobierno de Chile, se embarcó para nuestro país, donde inició "una verdadera revolución en la música vocal" y pasó a ser el centro de atracción de la tertulia de Carlos Drewetcke, deslumbrando a la sociedad santiaguina con sus bellas interpretaciones de las arias de Rossini y de sus propias obras. Isidora Zegers se adaptó rápidamente a Chile, que eligió como segunda patria en la que, actualmente, quedan numerosos descendientes suyos. Se casó con el coronel Guillermo de Vic Tupper, quien falleció a los pocos años en la batalla de Lircay. Posteriormente, contrajo matrimonio con el hombre de negocios alemán, Jorge Huneeus Lipmann, y este nuevo hogar fue el centro de reunión de la intelectualidad chilena y de ilustres visitantes extranjeros, que pasaron a ser asiduos contertulios, entre los que se contaron José Faustino Sarmiento, Bartolomé Mitre, Andrés Bello, Mauricio Rugendas, Raymond Monvoisin, Mercedes Marín de del Solar, José Joaquín Vallejo (Jotabeche) y muchos otros.
Por su influjo, gran número de personas se dedicó al estudio del canto, y a su alrededor se unieron los grupos musicales que habían logrado organizarse hasta el momento. En asociación con el culto cellista Carlos Drewetcke, y dando cabida al joven José Zapiola, que por entonces era clarinetista de la Catedral e iniciaba su carrera, fundó una asociación artística por acciones, que tomó el nombre de Sociedad Filarmónica. Con un conjunto de intérpretes, sus primeros 53 socios, lograron promover, con gran éxito, su primer concierto público, en un local de Santo Domingo esquina de Claras. Tras algunas dificultades, la llegada del violinista italiano Santiago Massoni permitió ofrecer un programa casi exclusivo con obras de Rossini. Esta primera Sociedad Filarmónica fue, como hemos mencionado, la responsable del estreno del Himno Nacional de Carnicer. En ella, sin embargo, los bailes nacionales se encontraban prohibidos, lo cual corresponde al nuevo rumbo que tomaban los intereses nacionales, lo que se refleja, a su vez, en las tertulias de la época. Estas, como describía un comerciante sueco, se iniciaban con una conversación general, a la que seguía música. La niña de la casa cantaba acompañándose al piano, para continuar con el baile, donde figuraban el vals, la contradanza española, el rin, cuadrilla francesa y gavota. Participaban, de lejos y sin invitación, las mujeres "tapadas", símbolo, quizás, del distanciamiento que se había producido entre las danzas de salón y los bailes de la tierra.
La Sociedad Filarmónica fue uno de los promotores más activos de divulgación artística durante largos años. Sus primeros síntomas de crisis se manifestaron después de treinta años de activa labor. Se le criticaba que los programas, que dirigía Manuel Guridi, estaban dedicados únicamente a cuadrillas, polkas, redowas, valses y mazurkas. Esto motivó el cambio de sus directores y el que las veladas se trasladaran a la casa de Eustaquio 2º Guzmán. Finalmente la Sociedad se trasladó a un salón construido para ella, por Benjamín Vicuña Mackenna, en el segundo piso del Teatro Municipal, que hoy se denomina Salón Filarmónico.
La figura de Isidora Zegers llena la historia musical de Chile en la primera mitad del siglo XIX. Fue Presidenta honoraria de la Academia del Conservatorio Nacional de Música, a cuya creación contribuyó; fundó el Semanario Musical, donde escribió y tradujo artículos sobre música; por esta época, era considerada como la máxima autoridad musical del país, verdadero árbitro supremo de toda iniciativa artística.
Por razones de salud, se trasladó a Copiapó, donde fundó una Sociedad Filarmónica al estilo de la santiaguina. Algunos años más tarde, Isidora Zegers falleció luego de haberse convertido en una de las figuras importantes en el desarrollo cultural del país.
TONADILLA ESCENICA
El arte lírico italiano, cuya fecunda semilla había sembrado Isidora Zegers, encontró fácil cultivo en Chile gracias a la costumbre de asistir a las representaciones de la tonadilla escénica y del sainete que, desde Fines del siglo XVIII, se habían introducido en Chile. La tonadilla, que en su acepción más simple era una canción a una voz, era el elemento imprescindible con el que se entretenía a los espectadores durante los entreactos de toda comedia o drama puesto en escena. Duraba entre 15 y 20 minutos y su argumento era jocoso o satírico. De ella derivó el sainete, con canciones y bailes populares de carácter cómico, acompañados de una pequeña orquesta. El maestro Pedro Bebelaqua, que fue profesor de clarinete de Diego Portales, había dirigido en Santiago, en el teatro de Arteaga, las tonadillas de Antonio Aranaz y otros compositores españoles.
OPERA
La compañía lírica Pezzoni-Bettali, la primera que actuó en Chile, llegó a Valparaíso y ahí estrenó El Engaño Feliz, ópera semibufa de Gioacchino Antonio Rossini, autor ya famoso en Chile gracias al influjo de Isidora Zegers. Posteriormente, esta misma compañía se trasladó a Santiago, donde presentó esta misma ópera en el teatro de Arteaga. Durante los años siguientes llegaron a Chile numerosas compañías de Opera, donde destacó la que dirigía Rafael Pantanelli, que incluía las cantantes Teresa Rossi y Clorinda Pantanelli, que se hicieron famosas en nuestro país. Según Zapiola, que trabajó en la orquesta de esta compañía, por primera vez en Chile se usó la batuta o "palito" para dirigir. Dice que "el señor Pantaricill dirigía la orquesta con tal maestría, que en algunos años que formamos parte de ella, jamás lo vimos, no diremos equivocarse, pero ni siquiera vacilar en el movimiento que debía iniciar en los numerosos y distintos trozos de que consta una ópera. El señor Pantanelli dirigía tocando el plano en los recitados de las óperas bufas, y con una pequeña vara en las demás".
La influencia de la ópera italiana cobró cada vez mayor fuerza. Se hizo necesaria la construcción de un teatro adecuado a este género, de lo cual nació el primer Teatro Municipal de Santiago, que se inauguró con la presentación de la ópera Hernani de Giuseppe Verdi. Anteriormente, los teatros que permitían la representación de obras dramático-musicales habían sido el teatro de Arteaga, que ya hemos mencionado, y el teatro de la antigua Universidad de San Felipe, que fue transformado en lo que se pasó a llamar Teatro Principal. Es aquí donde triunfó la compañía de Pantanelil-Rossi, consagrándolo como el "templete del género lírico". El peligro de derrumbe de este antiguo teatro hizo que los aficionados a la lírica financiaran la construcción del Teatro de la República, nombrado así en homenaje a la revolución francesa de esa época. Este fue subastado por Rafael Pantanelli, para que allí continuaran las representaciones de ópera, que duraron hasta el estreno del primer Teatro Municipal. Curiosamente, la última temporada de ópera del Teatro de la República sirvió para el estreno de Rigoletto de Verdi. Por lo tanto, se da el caso de que este compositor cerró y abrió, en el mismo año, los principales escenarios de ópera que ha tenido Chile. Verdi, cuya fama aún perdura en el país, también abrió la función de reapertura del Teatro Municipal, luego de un incendio que redujo a cenizas el coliseo original. En esa oportunidad se presentó La Fuerza del Destino de ese compositor.
Mientras se reconstruía el Teatro Municipal, se levantó el Teatro o Alcázar Lírico, en Moneda, entre las antiguas calles de Peumo y Cenizas, actualmente Amunátegui y San Martín. Desde su estreno, las 1.700 personas que albergaba asistían preferentemente a representaciones de opereta francesa y zarzuela.
Los intentos de compositores chilenos para participar en las lucidas y permanentes representaciones operáticas, fueron infructuosos. Aquinas Ried, personalidad de gran relieve en el mundo científico, filantrópico y artístico del siglo pasado, compuso su ópera La Telésfora, basada en un episodio de la guerra de la Independencia nacional, con libreto en castellano, que constituye el primer intento de drama lírico escrito en Chile.
Aquinas Ried, nacido en Baviera, recibió su título de médico en Inglaterra, y llegó accidentalmente a Valparaíso, en viaje de Australia a Europa. En esta ciudad se interpretó por primera vez una composición suya, una Misa, en las fiestas del 18 de septiembre del mismo año de su llegada. Reaccionó contra las óperas italianas de Rossini, Bellini y Donizetti, que dominaban la escena chilena y, como muestra de ello, compuso su Telésfora. Sin embargo, a pesar de que la compañía Pantanelli anunció su estreno, éste nunca llegó a efectuarse y la ópera, con excepción del libreto que fue publicado en Valparaíso, se perdió para siempre.
Ried se estableció en Valparaíso, donde casó con María Canciani. Allí fundó el Cuerpo de Bomberos, del que fue nombrado su Superintendente, para el cual compuso la letra y música del Himno del Cuerpo de Bomberos. Fundó la Sociedad Harmónica de Valparaíso y escribió otras obras, algunas de las cuales fueron estrenadas recién después de su muerte, ocurrida en nuestro primer puerto.
Tampoco tuvo éxito el intento de José Bernardo Aizedo, quien sólo compuso la obertura de su ópera La Araucana. Solamente una ópera de compositor chileno fue escuchada en los escenarios del Teatro Municipal de Santiago durante el siglo XIX. Esta fue La Florista de Lugano, de Eleodoro Ortiz de Zárate, que fue presentada malamente en una temporada lírica del Teatro Municipal. A pesar de eso, un crítico consideró que se trataba de "una fecha en la historia de nuestro progreso". Al año siguiente recién se estrenó la versión completa de esta ópera en Valparaíso.
Eleodoro Ortiz de Zárate había nacido en este puerto y, gracias a sus precoces dotes artísticas, fue becado por el gobierno para estudiar en el Conservatorio de Milán, donde aprobó con distinción en Historia y Filosofía de la Música. Compuso innumerables obras didácticas, cantos escolares, populares, música de cámara y otras óperas, entre las cuales se cuenta Lautaro, dedicada al Presidente de la República y estrenada también en el Teatro Municipal. La larga vida de Eleodoro Ortiz de Zárate se extinguió a mediados del presente siglo.
El último intento por presentar una ópera chilena durante el siglo pasado, correspondió a Remigio Acevedo Guajardo, quien, luego de estudiar la música mapuche y la tradición de ese pueblo, compuso el primer acto de su ópera Caupolicán, que sólo fue presentado el mismo año del Lautaro de Ortiz de Zárate.
Mientras, las temporadas de ópera se sucedían con éxito y pocos tropiezos. Sin embargo, la fuerza de este movimiento no fue tan absorbente ni tuvo la trascendencia que se le ha atribuido, como para ahogar todo otro género de música en el país. Al contrario, paralelamente al escenario operático surgieron instituciones educacionales, sociedades de música de cámara, grupos filarmónicos, publicaciones, conciertos de afamados solistas internacionales, música popular para las tertulias de salón, y espectáculos como la zarzuela y la opereta, que extendieron el quehacer musical a todo el territorio, y que prepararon las bases de la renovación del ambiente musical chileno de fines del siglo XIX y comienzos del XX.
CONSERVATORIO NACIONAL DE MUSICA
El ambiente cultural chileno se había nutrido generosamente del aporte que la música había sembrado en los más diversos ambientes. A la exaltación de valores nacionales, se unió la presencia enriquecedora de personalidades extranjeras, tanto en la composición musical como en la enseñanza. El Movimiento Literario de 1842 se gestó, en gran parte, en las tertulias que tenían lugar en casas de músicos, donde, además de letras, de política y de progresos industriales, se hablaba versadamente del arte musical. La contrapartida de un Bello o de un Lastarria, de un Pérez Rosales o de una Mercedes Marín, las encontramos en las figuras de Carlos Drewetcke, Isidora Zegers, José Zapiola o José Bernardo Alzedo. Así también, la Sociedad Literaria, surgida como una necesidad del pujante cultivo de las letras de entonces, equivale a la creación del Conservatorio Nacional de Música, como institución oficial que patrocinara la enseñanza de la música, que hasta entonces estaba sólo en manos de particulares y de instituciones religiosas.
De los tiempos de José Joaquín de Mora data la primera proposición de crear academias o conservatorios "para que este bello arte se haga común en la juventud con notable utilidad pública". Pero el primer paso para el Conservatorio Nacional fue un decreto firmado por el Presidente Manuel Bulnes, que creaba una escuela de música y canto que "será la base del conservatorio de música que se establezca en Santiago". Al mes siguiente, el diputado José Victorino I.astarria propuso que se destinara una partida de $ 2.500 para la creación de dicho Conservatorio, pero esto casi significó la supresión de los gastos que demandaba la orquesta de la Catedral de Santiago, para ser traspasados al futuro plantel. Esta supresión, que tenía otro motivo que era el de reemplazar la orquesta por un gran órgano, sólo se concretó algún tiempo después.
Al año siguiente, el gobierno aprobó por decreto la creación de un Conservatorio, que comprendía dos secciones: una Escuela de Música y una Academia Superior. Los objetivos del nuevo Conservatorio establecían que "en las exhibiciones y conciertos de música, el canto sea la expresión de algún sentimiento o doctrina, sentimiento interesante al gobierno de la vida moral del individuo y al progreso de la sociedad en sus relaciones con Dios y el Universo". La Escuela de Música daba lecciones gratuitas de canto, piano y otros instrumentos a los alumnos pobres y contribuía a la "educación del pueblo". La Academia, integrada por profesores de música vocal e instrumental nombrados, a título honorífico, por el Presidente de la República, vigilaba la música que se debía enseñar en las escuelas, así como el contenido moral de la música de conciertos.
Adolfo Desjardins fue nombrado Director "científico" de la Escuela de Música del Conservatorio, e Isidora Zegers, Presidenta de la Academia por sus "talentos, capacidad y amor a las bellas artes". La instalación del Consejo Académico se realizó durante las festividades patrias, en solemne ceremonia en el Salón del Senado, con un discurso pronunciado por la Presidenta Isidora Zegers.
Entre los profesores particulares cine destacaban en el país, muchos de los cuales fueron a enseñar al Conservatorio, figuraron Jules Barré -uno de los pioneros de la enseñanza del piano-, Adolfo Desjardiris y Eustaquio 2º Guzmán. En Valparaíso trabajaron los profesores de piano Rosario Guzmán y Adolfo Yentzen. José Filomeno lo hizo en Concepción. Entre los profesores de canto de la época descollaron Clorinda Pantanelli, que por sus méritos operáticos fue nombrada profesora del Conservatorio; Enrique Maffei y H. Lutz enseñaron canto en Valparaíso. También debemos mencionar, entre otros, a Inocencio Pellegrini, Glovanni Bayetti y Luisa Correa deTagle, la "primera mujer de la sociedad chilena que abrazaba la carrera artística".
Al poco tiempo de su creación, el Conservatorio Nacional de Música dejó de cumplir cabalmente los fines para los cuales fue creado. Dejó de recibir el patrocinio oficial que necesitaba y, más adelante, sirvió únicamente a los fines de la ópera, produciendo sólo los cantantes e instrumentistas que este género requería. Recién a fines de siglo, y gracias a la influencia de sectores particulares, cenáculos artísticos, compositores y músicos de amplia visión, entre los que destacaron José Miguel Besoain, Luis Arrieta Cañas y, el entonces Director del Conservatorio, Moisés Alcalde Spano, se logró la reorganización del plantel, al cual ingresaron profesores de reconocido prestigio artístico. Sin embargo, a pesar de que a comenzaba a tomar cuerpo en el país, la idea de una valoración científica y cultural de la música, la cristalización de ésta iba a tener lugar recién entrado el presente siglo.
EL SEMANARIO MUSICAL
Una de las iniciativas más fructíferas de esta época, que demuestran, a su vez, el grado de avance al cual se había llegado en la música chilena, fue la creación de El Semanario Musical, nuestro primer periódico especializado en música. Fue creado por Isidora Zegers, José Zapiola, José Bernardo Alzedo y Francisco Oliva. A pesar de haber alcanzado sólo 16 números, el Semanario representa, hasta hoy, un esfuerzo serio y profesional, digno de ser conocido y, considerado como un hito en la institucionalidad musical del país. Editado en Santiago por Julio Belín y Cía., constaba de cuatro páginas cada ejemplar y contenía secciones de crítica, historia de la música, diccionario de términos, biografías y noticias sobre los espectáculos del teatro de la Universidad, además de suplementos musicales.
COPIAPO Y VALPARAISO
El auge minero de Copiapó en el siglo pasado concentró en esa ciudad una importante actividad cultural. El cronista más sabroso de las costumbres de esa época, el copiapino Jotabeche, nos ha dejado algunas estampas dignas de ser recordadas, como aquella de una procesión de Corpus Christi, que le sirvió para rememorar las fiestas de Corpus de antaño. "Agregábanse al Corpus de aquellos felices tiempos, dice Jotabeche, las compañías de turcos, turbantes y catimbados, que al son del pito, guitarras y tamboril, ejecutaban sus bailes y pantomimas en obsequio del sacramento del cura, del gobernador y de cuantos daban de beber o para beber. Estas danzas eran lo principal y un accesorio suyo la sagrada procesión."
También Jotabeche nos ha dejado una estampa del Carnaval que se celebraba en Copiapó, en medio de bailes y zamacuecas. Los mineros, relata, "visitan las chinganas donde, tomándose de las manos las enamoradas parejas, forman una gran rueda para danzar el Vidalai. Este antiguo baile de los indígenas se ejecuta al son lastimero de una flauta que, oída de lejos, más bien inspira tristeza y ternura que acalorado entusiasmo. Al escuchar esa música, los mineros, que tanto gustan de divertirse con intermedios de camorra, aplacan su ira, buscan a su enemigo, le presentan cual oliva un ramo de albahaca y le convidan a tomar un lugar en el círculo danzante".
En esta ciudad, que disponía de un elegante teatro construido por el ingeniero Vicente Cumplido, funcionaron durante el siglo pasado la Sociedad Filarmónica de Copiapó, fundada por Isidora Zegers, además de dos instituciones dedicadas a la música de cámara: el Club Musical de Copiapó, fundado por el profesor Caballero, y la Sociedad Italiana Musical de Copiapó, fundada por Emilio Bertioli, famosa por sus conciertos corales en la iglesia de La Merced.
Valparaíso fue otro de los centros culturales importantes del país. El próspero primer puerto de la nación, que se veía colmado de actividad comercial, sirvió de puerta de entrada para todo espectáculo artístico de jerarquía, tanto teatral como lírico, que llegaba al país. Asimismo, para intérpretes y cantantes extranjeros. Fue en Valparaíso donde se dio por primera vez una ópera, además de muchas otras primicias. Fue igualmente la ciudad que atrajo a numerosos músicos que llegaron al país y que, posteriormente, se establecieron en el puerto, tales como Enrique Lanza, Aquinas Ried y otros.
Numerosas sociedades filarmónicas y academias musicales se encargaron del. Cultivo de la música en Valparaíso. Con la llegada del virtuoso alemán Federico Muchall, se organizó la primera Sociedad Filarmónica del puerto; que fue reemplazada más tarde por la Sociedad Harmónica, fundada por Aquinas Ried. El aporte de la colonia alemana hizo nacer en esa ciudad el Club de Canto (Sángerbund), la Sociedad Santa Cecilia, el Círculo del Lied (Liedertafel) y el Club de Cítara.
En la segunda mitad del siglo XIX estas sociedades proliferaron, tales como la Sociedad Musical, que fundó Adolfo Yentzen, al estilo del Orfeón de Santiago, y que logró éxito público con sus conciertos. Esta sociedad, reorganizada por Braulio Moreno, hizo su primera presentación en el Teatro Nacional, con una orquesta de aficionados de 61 instrumentistas y un coro de 74 voces, dirigidos por Eduardo Riveros. Ella desempeñó un significativo puesto de avanzada en la actividad musical, que se tradujo en más de 20 conciertos a lo largo de sus tres años de vida. También surgió la Sociedad Roma y, al finalizar el siglo, la Academia Musical de Valparaíso, fundada por el ex director del Conservatorio Nacional, Juan Harthan, que dio su primer concierto en el Salón Alemán de Cerro Alegre. El objetivo de esta Academia era "dar a conocer las obras de música de cámara más importantes, con el objeto de facilitar al público, amante de la música, un panorama de la historia musical".
Valparaíso fue la ciudad que mantuvo mayor actividad editorial de música, con importantes casas establecidas por Carlos F. Niemeyer, Carlos Kirsinger, H. C. Gillet, Carlos Brandt y Grimm & Kern, quienes dieron a luz innumerables ediciones de música que eran complemento indispensable a todo hogar culto. Por medio de ellas se daba a conocer el repertorio de compositores nacionales y extranjeros. También debemos mencionar la actividad editorial que desarrollaron en Santiago Juan Augusto Böhme, Carlos R. Marsch, Eustaquio Guzmán, Carlos Doggenweiler y Otto Becker. Al igual que, en Valdivia, Luis Kober y Julius Lambert.
JOSE ZAPIOLA
La vida de este músico es un digno ejemplo de constante superación y espíritu de perfeccionamiento. En su infancia no tuvo la fortuna de lograr una educación sistemática, pese a lo cual llegó a ser clarinetista, violinista, director de orquesta, profesor, director del Conservatorio Nacional, redactor, político, maestro de capilla de la Catedral, regidor, consultor y sagaz memorialista, que terminó sus días "en medio de la tribulación pública". Nació en Santiago, hijo ilegítimo del abogado rioplatense Bonifacio Zapiola y Lezica y la dama chilena Carmen Cortés. Su pobreza no le permitió seguir en la escuela pública, donde estudiaba con fray Antonio Briseño, por lo cual debió ingresar al taller de platería de Elías Espejo. Más tarde, se alistó en el Batallón No. 2 de Guardias Nacionales y, junto con iniciar el aprendizaje de clarinete en forma autodidacta, fue asiduo contertulio de cafés, fondas y chinganas. Asistió a las tertulias musicales de Carlos Drewetcke y trabajó como clarinetista en la Catedral de Santiago y en el teatro de Arteaga, para ser nombrado director y profesor de la banda de música del Batallón No. 7, frente a la cual participó en la batalla de Bellavista, en Chiloé.
Junto a Manuel Robles viajó a Buenos Aires en busca del reconocimiento paterno que no obtuvo, puesto que su padre consideraba que se había degradado siguiendo la profesión de músico. De regreso a Santiago, tras vivir pobremente en Buenos Aires "rascando el violín" con el seudónimo de Mendiola, siguió a cargo de la banda del Batallón No. 7 e inició, con algunos altos y bajos, su carrera artística en el país. Lo hemos visto participando en la fundación de la Sociedad Filarmónica.
Más tarde dirigió con su clarinete los primeros ensayos de drama lírico en Chile, y recibió el encargo del ministro Diego Portales para organizar y dirigir las bandas militares. Es la época en que amplía sus conocimientos musicales con algunos de los profesores que visitaron el país. Su afán de perfeccionamiento lo llevó a solicitar al Gobierno una beca de estudios en Europa, que obtuvo pero que no pudo utilizar por diversas razones, por lo cual siguió estudiando tratados musicales y partituras de grandes maestros, mientras se dedicaba a la composición y daba lecciones de música. Su mayor éxito lo obtuvo al componer un Himno, con motivo de la victoria de las tropas chilenas en Yungay, que prendió de inmediato en el corazón del pueblo chileno y que se ha conservado con igual fuerza hasta nuestros días.
Luego de una enfermedad y de un viaje a Lima, en compañía de José Bernardo Alzedo, volvió a la capital, donde organizó una orquesta de conciertos, frente a la cual era aclamado por el público por sus interpretaciones de clarinete. En el Teatro Municipal, en la misma época en que nacía el Movimiento Literario de entonces, se daba un concierto a beneficio suyo, y el Gobierno le comisionaba la composición del Himno a la Bandera, con texto de Francisco Bello, por el cual obtuvo Medalla de Oro y Premio de Honor.
Luego de un segundo viaje al Perú inició su participación en la política como liberal, pero fracasó en su intento de ser elegido diputado por la zona norte. Justamente por sus ideas liberales, quedó excluido de la fundación del Conservatorio Nacional de Música, plantel, sin embargo, del que fue después profesor, director y presidente, y al cual renunció, como escribe en sus memorias, "no por la escasez o absoluta falta de honorarios, sino por el desdén con que, con pocas excepciones, es mirado, llegando el caso de haber Ministro que no ha sabido dónde está situado. No faltan personas que piensan que sólo existe para divertir a los que aprendan". Desde El Semanario Musical orientó sus críticas hacia este plantel, mientras escribía sobre la historia musical del país.
El prestigio de José Zapiola había crecido al punto de que fue nombrado sucesor de José Bernardo Alzedo, como maestro de capilla de la Catedral de Santiago. Al mismo tiempo desempeñó el cargo de regidor de Santiago por dos períodos, donde le correspondió presentar una moción para agrandar la capacidad de galerías y anfiteatro del nuevo Teatro Municipal a costa de los palcos, la cual fue denegada. Su salud quebrantada lo hizo retirarse paulatinamente de sus actividades. Inició la publicación de su autobiografía en artículos en el periódico La Estrella de Chile, que posteriormente iban a constituir sus amenos Recuerdos de Treinta Años. Su casa pasó a ser un punto de reunión artística, junto a su esposa e hija Isabel, quien fuera heredera de su talento musical. José Zapiola murió en Santiago, luego de labrarse un merecido sitial de honor en la historia de la música chilena.
MUSICA RELIGIOSA
La música religiosa continuó la tradición colonial en los comienzos de la República, luego del período de emancipación, sin mayores cambios en la organización misma de ella. En la Catedral de Santiago, las obras de José de Campderrós se ejecutaban aún mucho tiempo después de su muerte, y su sucesor, José Antonio González, llevó la misma vida de maestro de capilla que todos los maestros de capilla del continente durante la época colonial.
González había ingresado a la Catedral como cantante, para ser nombrado, posteriormente, organista y, luego, sucesor de Campderrós como maestro de capilla. Sin embargo, los resquemores políticos de la Patria Nueva provocaron su separación temporal del cargo para el cual había sido nombrado vitaliciamente. El canónigo José Ignacio Cienfuegos informó que tal medida se había tomado "por no haberse calificado de su conducta política, y por tenerse por contrario a la sagrada causa de América". Un brillante alegato del propio González lo restituyó al cargo desde su confinamiento en Mendoza y Los Andes. En él permaneció hasta su muerte, después de 58 años de labor en que llenó los deberes de su empleo con exactitud y esmero.
La entronización de la ópera italiana en América dio como resultado la irrupción de este género en la música religiosa. Es así como un cantante de ópera italiano, Enrique Lanza, nacido en Inglaterra y educado en Francia, sucedió a José Antonio González. Pero Lanza muy pronto descuidó sus deberes de maestro de capilla, para ocuparse con más énfasis de su rol de barítono "sobresaliente" -capaz de realizar cualquier papel protagónico- en las tablas del escenario operático. La permanente lucha entre el Cabildo Eclesiástico y Lanza refleja claramente el problema que se suscitó en el terreno religioso con la influencia de la ópera. Por esta razón, el Cabildo no pudo separar a Lanza de su cargo sino después de muchos años, puesto que éste "gozaba de demasiado apoyo en la alta sociedad amante de la ópera como para destituírsele fácilmente".
El apogeo de la música religiosa en el siglo XIX se encuentra en la Catedral de Santiago, cuando el peruano José Bernardo Alzedo fue nombrado maestro de capilla como sucesor de Enrique Lanza. Aizedo, a quien hemos encontrado como director de la banda del Batallón No. 4 del Ejército Libertador y como fundador y redactor de El Semanario Musical, unía a sus extraordinarias dotes musicales una preparación sólida y un espíritu de superación notable, que se hizo presente en sus 18 años de maestría de capilla. Alzedo escribió, en esos años, el primer tratado teórico-musical de importancia continental escrito en Chile, su Filosofía Elemental de la Música, que publicó en Lima cuando regresó a su patria, llamado por su gobierno, para fundar ahí el Conservatorio Nacional del Perú.
Además de componer numerosas e importantes obras, que se conservan actualmente en el Archivo de la Catedral de Santiago, te correspondió a Alzedo reorganizar la capilla de música. Esta, por entonces, comprendía, en el coro alto, al maestro de capilla y tres cantores, más cuatro violines, una viola, dos clarinetes, una flauta, un violoncello, un contrabajo y dos organistas, a los que se agregaba, obligadamente, el "fuellero", que accionaba las palancas del fuelle que insuflaba aire a los tubos del órgano. En el coro bajo participaban un subchantre y cinco seises. Todo esto significaba al erario nacional la suma de $ 5.810, lo que constituía una alta proporción de gastos en el presupuesto catedralicio.
El alto costo de mantención de una orquesta en la Catedral y el hecho que la mayoría de los músicos hacían doble jornada, en la Catedral y en las funciones operáticas no sólo de Santiago sino, a veces, hasta de Valparaíso, motivó en tiempos de Alzedo que el arzobispo Rafael Valentín Valdivieso buscara la manera de reemplazar esta orquesta por un órgano, que mandó construir a la firma de Benjamín Flight & Son de Londres. La llegada del órgano, que es el que actualmente se conserva en la Catedral, trajo de hecho la eliminación paulatina de los músicos de la orquesta, que, desde entonces, sólo fueron contratados para ceremonias especiales de Semana Santa, Corpus y, particularmente, para el solemne Te Deum del aniversario patrio del 18 de septiembre. Junto con el órgano Flight llegó al país el organista inglés Henry Howell, quien trajo numerosas partituras de compositores europeos. Howell se hizo cargo del mencionado instrumento en el que dio a conocer en Chile a Schubert y las sonatas para órgano de Félix Mendelssohn. Se estableció en el país hasta su muerte y conquistó la admiración de muchos aficionados a la música, lo que le valió el nombramiento de profesor de órgano en la Academia del Conservatorio.
José Zapiola, sucesor de Alzedo, luchó, desde su cargo de maestro de capilla, contra la decadencia que entonces se iniciaba en la música religiosa. Esta se acentuó con el reemplazo de la orquesta por el órgano Flight y con el auge operático que experimentaron Santiago y Valparaíso, que también se propagó al norte del país.
Tullo Eduardo Hempel, sucesor de Zapiola, quien fuera director del Conservatorio, tampoco pudo detener el curso de los acontecimientos, que llevó a la maestría de capilla a Manuel Arrieta, el exponente menos feliz de la música catedralicia, la que sólo iba a recuperar su prestigio, durante un breve período, en las primeras décadas del siglo XX.
INTERPRETES Y COMPOSITORES EXTRANJEROS
A mediados del siglo XIX el romanticismo se enseñoreó en las costumbres. "Los salones, dice Eugenio Pereira, se llenaron de dulces romanzas italianas, con la voluptuosidad intangible de los valses de Strauss. El piano, el álbum y el carnet de baile sirven de vehículo al contagio de este ensueño". Si la ópera dominaba la escena, las tertulias cotidianas recibían nuevos aportes de los compositores, que se traducían ahora en redowas, valses y mazurkas. Los conciertos eran esporádicos, sin continuidad, y eran auspiciados con fines benéficos por las sociedades filarmónicas de las diferentes ciudades. El repertorio de estos conciertos consistía, fundamentalmente, en arreglos y variaciones sobre trozos de óperas, a los que se agregaban himnos patrióticos y cívicos en boga. De vez en cuando, la llegada de solistas virtuosos provocaba "euforias musicales" colectivas, en un público que apreciaba más la técnica que el contenido. Uno de éstos fue Henry Herz, que combinó, en sus apoteósicos conciertos, la afición por la ópera con el folklore internacional. A su despedida organizó un concierto con ocho pianos, doble orquesta y una banda militar en escena, que interpretaron su Marcha Patriótica a Chile. Diez años más tarde, la llegada del violinista británico John H. White sirvió como "punto de partida de una serie de intentos para organizar sobre bases artísticas la vida musical del país".
Pero el virtuoso que representó la culminación de este nuevo espíritu fue el pianista norteamericano Louis Moreau Gottschalk, cuyo debut en el Teatro Municipal provocó un "frenesí de entusiasmo". Gottschalk dejó profundas huellas en el ambiente musical chileno. Apoyó a los artistas locales, despertó nuevas vocaciones artísticas y estimuló a los artistas chilenos a interpretar sus propias obras. Organizaba conciertos en los cuales él mismo aparecía en escena en compañía de otros pianistas nacionales, con obras hasta para diez pianos, que eran comunes en aquella época. Su despedida de Chile sirvió para estrenar su Solemne Marcha Triunfal a Chile, donde intervinieron 350 músicos seleccionados entre integrantes de bandas militares, intérpretes profesionales y aficionados.
Un importante trío de artistas se presentó, simultáneamente, en el escenario del Teatro Municipal, donde hicieron escuchar, por primera vez en Chile, música de Juan Sebastián Bach. Eran ellos el pianista Teodoro Richter, el violinista español Pablo Martín Sarasate y la soprano Carlota Patti. Esta última ofreció, días después, un nuevo concierto, que finalizó pocos minutos antes del incendio que destruyó el Teatro.
El aporte germano, llegado con las emigraciones de mediados de siglo, enriqueció esta etapa del período romántico musical en Chile. Guillermo Frick, nacido en Berlín, era abogado, ingeniero, músico y pedagogo. Había sido condiscípulo de Bismarck y recibió una cuidadosa instrucción musical como discípulo de Spontini. Su primer contacto con Chile está relacionado con el arte musical. En efecto, después de haber atravesado el Estrecho de Magallanes en el barco Alfred, y haber dejado atrás el frío y la tempestad, escribe en su diario de viaje: "nuevamente un espléndido día de verano: me hallo alegre y bailo mazurkas sobre cubierta en todo sentido, casi loco de contento". Frick fijó su residencia en Valdivia, donde fundó el Club Musical de Valdivia. Allí hizo ejecutar la mayor parte de sus composiciones, que recopiló con el título general de Valdivianische Musik, publicadas en tres volúmenes en esa ciudad por Luis Kober. Una de las composiciones de Guillermo Frick, La esperanza de los polacos, adquirió importancia internacional cuando fue interpretada en piano por el Presidente de Polonia y eximio pianista y compositor, Ignaz Josef Paderewsky.
Finalmente recordaremos al violinista cubano José White, que dejó "profunda huella entre nosotros". White compuso dos Zamacuecas, por intermedio de las cuales dio a conocer la música tradicional de nuestro país en sus triunfales giras por el extranjero. Asimismo, al pianista Alberto Friedenthal, quien presentó en las reuniones de Luis Arrieta Cañas un programa con obras de Chopin, Brahms, Liszt, Schumann, Rubinstein y Scarlatti, repertorio desusado para la época.
FEDERICO GUZMAN
El compositor que mejor encarna el auge de música romántica para piano es Federico Guzmán Frías, quien pertenecía a una familia de artistas venidos de Mendoza. A los 8 años se presentó, por primera vez, en público y a los 12 era pianista consumado. Cuando Gottschalk escuchó a Federico Guzmán, se ofreció para darle lecciones y lo llevó consigo a Europa. Allí, luego de haber contraído matrimonio con su prima, la pianista chilena Margarita Vache, triunfó en la Sala Herz de París y en los principales escenarios europeos, donde muchas veces se presentó con su esposa en conciertos para dos pianos. Su repertorio consistía en piezas clásicas y románticas, además de composiciones originales suyas, en las que se refleja la influencia romántica de la época, especialmente de la música de Chopin, que dio a conocer en Chile. Viajero impenitente, se le ve de regreso en el país, recibido como un verdadero ídolo, luego de una gira de conciertos por países sudamericanos. También residió en Lima, Argentina y Brasil, para terminar sus días, a los 58 años de edad, en París.
Se calcula en cerca de 200 el número de obras compuestas por Federico Guzmán, de las que unas cincuenta fueron publicadas por las más prestigiosas casas editoras de Europa, Brasil, Perú y Chile. En Santiago y Valparaíso se editó una Zamacueca, su única obra inspirada en el folklore y la primera versión litográfica de esta danza.
Entre sus obras, escritas principalmente para piano, y voz y piano, figuran mazurkas, polonesas, redowas, valses, cuadrillas, canciones, fantasías sobre temas de ópera y marchas brillantes. De estas últimas, la marcha La Victoriosa habría de ser uno de los grandes éxitos de Guzmán cuando Gottschalk, en arreglo para dos pianos, la interpretó en numerosos teatros del continente.
ZARZUELA
La costumbre de intercalar trozos cantados en las representaciones teatrales, tales como jácaras, villancicos, romances y loas, se remonta a muy antiguo, y su práctica generalizada va a dar origen a diversas formas dramático-musicales. Una de ellas nace en el siglo XVII en las fiestas del palacio del Infante don Fernando, cerca de Madrid, en tiempos de Felipe IV. Llamado el Palacio de la Zarzuela, por la abundancia de zarzas a su alrededor, dio su nombre a las piezas que en él interpretaban los cómicos madrileños. La primera zarzuela propiamente tal fue El Golfo de las Sirenas, con texto de Calderón de la Barca y música de Juan Risco. Eran obras teatrales en dos actos donde abundaban las canciones y los dúos entre los protagonistas, con preponderancia del uso de coros. En el siglo XVIII se incorporaron escenas campesinas y populares, y la acción se hizo más variada y rápida, pero pronto fue eclipsada por el auge que alcanzó la tonadilla escénica.
Recién hacia mediados del siglo XIX renace un nuevo tipo de zarzuela, que se ha denominado Zarzuela Grande. Esta absorbió elementos de su antecesora, de la tonadilla escénica, de la ópera cómica francesa y de la ópera bufa italiana, y alcanzó un desarrollo escénico importante como espectáculo completo. Jugar con fuego, con texto de Ventura de la Vega y música de Francisco Asenjo Barbieri, iba a encabezar el éxito ascendente de la Zarzuela Grande. A los pocos años atravesó el Atlántico y llegó hasta California, para presentarse, por primera vez, en Chile en el Teatro de Copiapó, con lleno completo y gran éxito. De inmediato se formaron sociedades lírico-dramáticas, encargadas de organizar la presentación de zarzuelas. Utilizaron los coros y la orquesta que actuaban en la ópera, y buscaron cantantes adecuados para el género, que exigía dominar tanto la actuación como el estilo melódico español. Esto no era fácil en un medio habituado al lirismo italiano. Las primeras zarzuelas que se ofrecieron en el país eran sencillas y en un solo acto.
Después de triunfar en La Serena y Valparaíso, la zarzuela intentó conquistar la difícil plaza capitalina con una temporada de seis meses en el Teatro Municipal. Apasionadas controversias surgieron en torno a estas representaciones, que recordaban el estilo de la ópera cómica francesa. Esta última era muy aplaudida por el público chileno desde el estreno de Le Chátelet, de Adolphe Adams y, especialmente, de La Dame Blanche, de F. A. Boieldieu, que se convirtió en la "sensación de la temporada".
A poco, la zarzuela seguía su ruta triunfal hacia Buenos Aires, Montevideo y Brasil, pero su simiente quedaba abonada en suelo chileno. Incursionó hasta San Felipe y Concepción y, cuando se presentó en el Alcázar Lírico de Santiago la primera gran temporada de zarzuela, con la compañía del barítono Rafael García Villalonga, ya se habían estrenado 65 zarzuelas en Chile. En aquella época, en la ópera de los días martes del Teatro Municipal, aparecían apenas 40 a 60 personas en platea; en cambio, en el Teatro Lírico, la zarzuela lograba casi un lleno.
El apogeo de la Zarzuela Grande se vio en el decenio que duró el trabajo en el país de la compañía del barítono aragonés José Jarques y su esposa, la soprano santanderina Isidora Segura. La primera temporada Jarques-Segura tuvo lugar en el Teatro de la Victoria de Valparaíso, ciudad que fue la mejor plaza teatral de la compañía. Al año siguiente se presentaron en el nuevo Teatro de Variedades de la calle Huérfanos, en Santiago, para actuar también en el Alcázar Lírico y otros teatros de Concepción, La Serena, Talca, Chillán, Talcahuano, Valparaíso, Copiapó e Iquique. La pasión del público chileno por la zarzuela había llegado a tal extremo que, cuando se refaccionó el Teatro Odeón de Valparaíso, pasó a llamarse Teatro de la Zarzuela. Las presentaciones eran tan lujosas y cuidadas, que aventajaban con mucho a las mismas compañías de ópera del Teatro Municipal de Santiago. Al decir de Manuel Abascal Brunet, estudioso del género junto a Eugenio Pereira Salas, la presentación de La Conquista de Madrid, El Salto del Pasiego y El Molinero de Subiza "constituyeron en este aspecto verdaderos acontecimientos teatrales para el país".
Los compositores nacionales también incursionaron en la zarzuela. El primero de ellos fue el violinista Vicente Morelli, que estrenó, en el Teatro Municipal, Los dos buitres, con texto de Antonio Espiñeira. La obra no tuvo éxito y los diarios ni siquiera informaron sobre su resultado. Al año siguiente se estrenó, en el mismo teatro, Una victoria a tiempo, en tres actos, del destacado compositor Eustaquio 2º Guzmán y texto de Víctor Torres Arce. A pesar de la buena acogida de la crítica como "el primer intento serio del género de zarzuela hecho en Chile", no alcanzó a una segunda presentación. Para la Exposición Nacional de 1888, el compositor Isidoro Vázquez Grille escribió Don Cleto, cuya partitura publicó fragmentariamente en la revista La Ilustración. Por último, con motivo de la revolución de 1891, Manuel Guajardo puso música a La Redención de Chile, sobre texto de Carlos Walker Martínez.
La culminación de la Zarzuela Grande tuvo lugar en una temporada del Teatro Nacional de Valparaíso, después de lo cual inició su decadencia para ceder paso al llamado "género chico". Esto no resta méritos al aporte que significó la zarzuela para el país, que Pereira Salas cataloga como "la verdadera música popular de ese período y el lenguaje melódico del sentimiento intuitivo".
La zarzuela del género chico tuvo influencia aun más profunda que la Zarzuela Grande. Se inició en España como "teatro por horas", con obras en un acto, de melodía sencilla y "pegajosa", apoyadas en la tradición popular folklórica y con acompañamiento orquestal reducido. Desde el estreno en Madrid de La Gran Vía, con música de Chueca y Valverde y texto de Felipe Pérez, su éxito fue inmediato, para llegar a su apogeo con La Verbena de la Paloma, de Tomás Bretón y Ricardo de la Vega.
El género chico llegó a Chile por Valparaíso, puerta de entrada de los espectáculos líricos y teatrales más importantes del siglo pasado, donde se desarrolló en forma de "tandas" presentadas por Eugenlo Artol y Luis Crespo. En Santiago, cuando se inauguró el Teatro Politeama de la calle Merced, éste pasó a constituirse en la "catedral" del espectáculo de la zarzuela. Allí, el célebre actor Pepe Vila -cuyo mérito principal consistió en rehabilitar y llevar a su apogeo este género- estrenó La Verbena de la Paloma, obra que habría de dar el cetro cómico a la Zarzuela Chica entre nosotros.
Cinco teatros de Santiago y los más importantes de Valparaíso y otros puntos del país se verían colmados de fieles espectadores de la zarzuela, a la cual también contribuyeron plumas nacionales, tales como las de Francisco Calderón, Guillermo Wetzer, Alfredo Padovani y otros.
La zarzuela, que contribuyó a revalorar la música folklórica y a estimular y difundir las canciones de moda de la música popular, iba a desaparecer con el advenimiento del nuevo siglo, desplazada por otras formas de entretención como la opereta, la revista y el cine, para resurgir esporádicamente en temporadas que aún cuentan con partidarios.
El otro género de representación teatral con música liviana que acaparó la atención del público chileno de fines del siglo XIX fue la opereta, donde el vals constituía su mayor atracción. Sus versiones francesa, italiana e inglesa popularizaron las obras de Offenhach, Von Suppé, J. Strauss hijo y, especialmente, operetas tales como The Mikado y Pinafoe, de Arthur Sullivan.
VIDA MUSICAL EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIX
En la segunda mitad del siglo XIX la actividad musical, que hasta entonces era mantenida mayoritariamente por la alta sociedad, empezó a encontrar cauces independientes, que marcan los comienzos de la institucionalidad profesional en el país. Los músicos profesionales se agruparon en círculos homogéneos, y los aficionados se independizaron de las sociedades filarmónicas para formar clubes y academias que proliferaron tanto en Santiago como en provincias. La época del bel canto, que simboliza Isidora Zegers, es sucedida, como dice Pereira, por la época del piano, que representa Federico Guzmán. El auge de la música de cámara se hace cada vez más perceptible y los compositores nacionales encuentran estímulo, como sucedió en la Escuela Nacional de Artes e Industrias, donde se premiaron composiciones de Félix Banfi, Raimundo Martínez, Eustaquio T, Guzmán y Guillermo Frick.
El repertorio musical se enriqueció con obras de compositores hasta entonces desconocidos y el nombre de Beethoven "ya empezaba a pronunciarse respetuosamente en Chile". En Santiago, la colonia alemana iniciaba las "tardes musicales" del Deutscher Gesangverein, a base de canciones populares alemanas.
Juan Jacobo Thompson, redactor de Las Bellas Artes, fue el alma del nuevo Orfeón de Santiago, establecido para "propagar y fomentar la música como ciencia y arte". El Orfeón pretendía, además, fundar una escuela para músicos e iniciar una campaña nacional de protección al artista, creando una Caja de Ahorros para el ejecutante. El primer concierto del Orfeón, dirigido por Tulio Eduardo Hempel, se abrió, sintomáticamente, con la Canción Nacional de Robles, orquestada por Hempel. Esta institución acogió a los más importantes profesionales de la música del país.
Luego surgió el Club Musical, fundado por Enrique Tagle Jordán, que era una sociedad de aficionados que contó con una orquesta de 21 instrumentistas, que si la comparamos con la que funcionaba en el Teatro Municipal, poco tiempo antes de su incendio, de 26 instrumentistas, concluiremos que era un buen número para la época. Ofrecieron conciertos gratuitos e, incluso, mantuvieron un coro a cappella y conjuntos de cámara tales como dúos, tríos y cuartetos.
Los Conciertos Clásicos Ducci, organizados por José Ducci Buonarroti, incluyeron giras provinciales en el mismo año en que surgían el Club Alemán, organizado por Arturo Hügel; el Club Musical Literario y la Sociedad Lírico-Religiosa denominada Santa Cecilia, fundada por Luis Savelli.
La más importante entre las precursoras de la música de cámara fue la Sociedad de Música Clásica, fundada por el pianista noruego Enrique Arnoldson, donde actuó como secretario José Miguel Besoaffi. Pretendía "propagar la música clásica y dar a conocer las obras modernas de estilo análogo, por medio de conciertos". Esta Sociedad, después de ofrecer conciertos mensuales, entre los cuales se contó un concierto extraordinario de Federico Guzmán -donde estrenó el Concierto en Sol de Mendelssohn-, se disolvió posteriormente por dificultades económicas. Ella dio a conocer al público obras de Haydn, Mozart, Beethoven y el género del lied, con canciones de Schubert, Schumann y Brahms, en plena vida de este último. Los conciertos de esta Sociedad motivaron, indirectamente, el nacimiento de la crítica musical en Chile, con las "Crónicas Musicales" de Kefas seudónimo del erudito comentarista Pedro Antonio Pérez.
El acontecimiento artístico más trascendente de esta época fue la aparición de la Sociedad Cuarteto, reorganizada, algunos años más tarde, por José Miguel Besoaín, uno de los mayores promotores de la actividad musical de fines del siglo XIX y comienzos del XX. La Sociedad Cuarteto fue fundada por Alberto Ceradelli, violinista italiano; Juan Gervino, violinista italiano; Germán Decker, viola boliviano, y Arturo Hügel, violoncellista alemán. Luego de estrenar numerosas obras, entre ellas el Septuor Op. 20 de Beethoven, como muchas otras sociedades de la época desapareció por problemas financieros. Ella sirvió como base a las sociedades y tertulias que combatieron activamente el auge de la ópera italiana en Chile, hasta entrado el siglo XX.
Además de algunas sociedades de beneficencia, que organizaban conciertos, tuvo importancia social y artística la Academia Musical, que se reunía de preferencia en la tertulia de Ana Basterrica de Valenzuela, bajo la dirección del compositor Eleodoro Ortiz de Zárate. Esta Academia reunió 31 instrumentistas que se dedicaron a ensayar piezas del repertorio sinfónico. El conjunto se presentó por primera vez en el Teatro Santiago, en un concierto de Beneficencia de la Liga Protectora de Estudiantes.
En provincias la efervescencia musical era equivalente a la de Santiago. Surgieron por doquier sociedades similares. En Curicó el compositor Narciso Lara ofrecía recitales públicos. En Talca surgió una Sociedad Filarmónica que tomó a su cargo las reuniones musicales. Algunos años más tarde, esta misma ciudad veía el nacimiento de una Sociedad Musical fundada por Rafael Pantanelli, quien residió ahí después de perder su fortuna en especulaciones mineras. En Chillán, Eleuterio Baquedano organizó veladas filarmónico-musicales con la Sociedad Dramática de Chillán. Valdivia, gracias a la benéfica influencia de Guillermo Frick, contaba con una orquesta de 17 instrumentistas, que presentaba un variado repertorio, junto a obras de Frick y de Georg Martin. Constitución contó con un teatro para sus presentaciones musicales, obsequiado por el activo Carlos Drewetcke. En Osorno, Georg Wunderroth fundó el Mannergesangverein Germania. Los Angeles contaba con una Sociedad Musical y Filarmónica, por mientras el doctor Antonio Tirado Lanas fundó el Club Musical de Ovalle, y Concepción celebraba la apertura del Teatro de Concepción con un concierto extraordinario, y la intensa actividad de su Sociedad Filarmónica, del Club Musical y de la Estudiantina Penquista.
Las Estudiantinas fueron introducidas en Chile por el primer violinista de la ópera, Carlos Zorzi. Eran un novedoso tipo de entretención musical que divulgó el estudio de los instrumentos de cuerda, especialmente la guitarra, la bandurria y la cítara, entre jóvenes y aficionados. Una de las de mayor prestigio era la Estudiantina de Antonio Alba, en Valparaíso. También las hubo en otras ciudades como Iquique, Curicó, Talca, Chillán, Temuco, Valdivia y Osorno, además de la Estudiantina Santiago.
Hacia fines de siglo la sociedad chilena bailaba la polka, la mazurka y el vals Boston, y alternaba sus preferencias por lo que venía de Inglaterra o de Francia. Además, se deleitaba con las Danzas Húngaras de Brahms, Valses de Chopin, Mazurkas de Gottschalk, Canciones sin palabras de Mendelssohn, y escuchaba, asombrada, por primera vez, obras de Wagner, tales como Lohengrin y Tanhauser, que iban a servir de símbolo para la reacción en contra del género operático italiano.
La educación musical también recibió un impulso renovador. El Seminario Conciliar había realizado una importante labor en la enseñanza de la música y del canto, donde participaron los más importantes profesores del país, desde José Bernardo Alzedo en adelante, tales como Telésforo Cabero, Enrique Arnoldson, Tulio Hempel, Eustaquio y Francisco Guzmán, José Zapiola y Eleodoro Ortiz de Zárate. En la educación fiscal, en cambio, según recuerda José Zapiola, no había ninguna escuela fiscal ni municipal que enseñara música. Sólo los colegios privados organizaban conjuntos, coros y orquestas de alumnos.
La influencia de músicos y compositores de amplia visión logró incorporar la música como ramo obligatorio en la enseñanza general. En el nuevo Reglamento General de Educación Primaria la música obtuvo pleno reconocimiento al ser incorporada como ritmo obligatorio en la enseñanza. Sin embargo, al no existir una reglamentación adecuada ni una preparación suficiente de los profesores de música, esta rama de la educación se vería seriamente disminuida en su importancia y desarrollo técnico.