Agosto 28, 2000

Para un auditor perplejo

Donoso Arellano, Jaime (1999)
En un mundo atiborrado de sonidos de variada calidad y calibre, creadores musicales, intérpretes y auditores debieran ser conminados a reflexionar juntos sobre sus deberes y prerrogativas. El autor propone la necesidad del silencio total, para desde él volver a descubrir el poder de la música.

En la trayectoria que describe la obra de arte, desde el creador al receptor - pasando por el intermediario, como en la música-, nunca es suficiente lo que pueda inventarse para ayudar a que los receptores sepan apreciar las bondades de una propuesta artística. Esto vale para todas las disciplinas. Hay lectores de novelas, públicos para los filmes, auditores para la música, observadores de obras plásticas, consumidores de productos de arte en general que, en abrumadora mayoría, no poseen los elementos mínimos para diferenciar lo pequeño de lo grande y saber reconocer cuándo están en presencia de un hito histórico cuyo valor estético puede darle un vuelco a su vida. El best-seller entretiene y muere; la gran novela deja semillas enterradas en el lector que comienzan a germinar y pueden dar frutos durante toda su existencia.

Apreciar la obra de arte no significa tener que hurgar en las intenciones del creador para coincidir o identificarse con las complejas etapas del proceso de creación. El paso a paso de la búsqueda, la paciencia de la invención, no tienen por qué ser trasladados a la experiencia del que lee, observa o escucha.

Es posible y legítimo que el receptor final tiña el producto artístico con ingenuas visiones propias que carecen de elementos técnicos, y, aun así, entable relaciones de amor con las obras. Recuerdo el caso de ese compositor norteamericano, serialista integral ultrarracionalista, que después del estreno de una de sus obras fue congratulado por una dama que parecía realmente conmovida. A la señora la obra le recordó su cabaña junto al lago y "el rumor del viento entre los bosques". Si su entusiasmo era verdadero, ella estaba en su derecho. La alegría de oír y de incorporar una obra al repertorio de audiciones no podría ser abortada por un úkase del autor que declarara soberbiamente: "Usted ha llegado a amar mi obra, pero le demostraré que no ha entendido nada", y donde, acto seguido, apabullara al inerme auditor con la exposición de los desvelos, técnicas y procedimientos que hubo de conjugar para llegar a su creación.

En el caso de los auditores de música es perfectamente posible, pues, disfrutar y amar la obra sin conocer intelectivamente los secretos de su gestación, partiendo de un estado natural de intuición y pura inocencia pero dignificado por el entusiasmo, las ansias y el asombro. Mas, para llegar al arrebato y al deslumbramiento, se necesita un grado de sensibilidad dispuesta, y eso es lo que en primer (¿y último?) término puede cultivarse.

En el caso de la música, bien se puede decir que los auditores han vivido en estado de orfandad, pues pocas oportunidades se les han dado para aprender a oír. Así como se enseñan las técnicas de composición y de interpretación, se puede enseñar a oír y a hacer conciencia sobre lo mucho que se desperdicia por no ejercer una audición atenta, activa e involucrada. Esa es la manera que el auditor tiene de ofrendarse para completar el arco, pues la dádiva del creador, que pasa por el intérprete, debe completarse en la ofrenda del auditor atento, activo e involucrado.

Hay auditores tan serios y entusiastas que alcanzan el rango de "auditores profesionales". No han llegado al profesionalismo a fuerza de saber, sino de pasión. La vehemencia auditiva legitima sus intentos. Pero hoy en día varias situaciones, algunas muy desgraciadas, pueden frenar su ímpetu o, al menos, desorientarlos. Entre muchos, tomaré un solo aspecto, de muy conflictivas consecuencias: la oferta excesiva de productos sonoros. Esta oferta tiene dos rostros. Uno, impresentable e imperdonable; el otro, curiosamente noble en su origen, pero de final incierto.

La música está absurda y ominosamente instalada por doquier y ha ocupado los más escondidos rincones de nuestra cotidianidad. Las manifestaciones de esa invasión son variadas y con distintos niveles de gravedad. Desde la decisión personal de poner valses de Strauss como "fondo" para desempeñar variadas actividades - decisión injusta con el genial Strauss y cuya única atenuante es ser un acto individual y no impuesto coercitivamente por el medio- hasta el fárrago auditivo, violencia impuesta, de las músicas ambientales. Cualquier auditor serio padece por este vapuleo descarado que tiene raíces tan profundas como el ambiente familiar o la despreocupación de los sistemas educacionales. Cita de Pascal Quignard: "Cuando la música era escasa, su convocación era tan perturbadora como vertiginosa su seducción. Cuando la convocación es incesante, la música se torna repulsiva: el silencio atrae y se vuelve solemne". De todas las artes, la música es la más estropajeada.

(Interesante propuesta la del filme danés "La Celebración", de acuerdo al manifiesto de Dogma 5. Fundacional como todo manifiesto, de imprevisible futuro, pero ¡qué experiencia estupenda ver un filme sin música incidental! Nada de música, tan sólo la que se oye en un piano in situ, real como la atmósfera desvanecida de las escenas filmadas en un anochecer sin luces artificiosas. Recuerdo, al pasar, una película de Aranda de atractivo tema: varias prostitutas y una monja convertidas a la fuerza en milicianas en las trincheras republicanas durante la Guerra Civil de España. Buena historia convertida en experiencia insufrible por una música omnipresente que se ensañaba con la narración, hasta matarla.)

Nuestras vidas parecieran ser un filme (¿The Truman Show?). Cada uno de nuestros actos está subrayado por la música incidental. No la hemos pedido, pero nos la arrojan, vociferada por los altavoces para subrayar con un marco sonoro cada una de nuestras decisiones. Crece la añoranza por el silencio donde poder inscribir nuestra libertad auditiva, nuestras elecciones. Recordemos la observación de Debussy: hay gente que usa la música y la desecha como a un pañuelo; hay que fundar una sociedad esotérica para hacer que la música sea hermética y de difícil acceso. Le pido prestado el título a un viejo cuento de Hernán del Solar, que emocionaba mi niñez en Ediciones Rapa-Nui. Cambio "viento" por "música" y queda "Cuando la música desapareció". Me regocija, me apasiona la idea: nada, nada de música. Y comenzar en forma leve, tenue, a revivirla, nota por nota, escanciada mezquinamente, gota a gota, redescubriéndola, y observar el asombro colectivo, la estupefacción, la gratitud.

La música, en su condición de transcurso, nunca "está ahí" para reprocharnos nuestra ligereza. Tal vez sea una de las causas para tanta apropiación vergonzante. La rotundez de una obra plástica pareciera, desde su instalación en el espacio, advertirnos que no podemos abusar de ella. La música, en cambio, junto con afirmar su ser, deja de ser y aunque un solo punto de sonido es una conjunción de muchas decisiones creativas, nos damos el lujo de abandonarla cuantas veces queramos para retomarla arbitrariamente, un poco más allá.

Hay otro rostro, que aunque no reviste la grosería del anterior, es delicado, pues teniendo la apariencia de un logro de la modernidad, puede conducir a resultados equívocos. Me refiero al enlace de la musicología histórica con la tecnología de grabación.

Este enlace ha producido un Pantagruel, un gigante insaciable. Todo lo que la musicología descubre, la tecnología lo reproduce y perpetúa, invadiéndonos, día a día, con un pasado abrumador que inunda los oídos. Haga usted el ejercicio de cotejar año tras año las dimensiones de los catálogos de grabaciones, el Bielefelder, el Grammophone, el Opus, comparables a las guías telefónicas de una ciudad que crece sin medida. El abultamiento tiene tres causas: la repetición inaudita y creciente de versiones paralelas de obras imperdibles, la resurrección de obras y compositores olvidados y la facilidad para entrar al mercado con sellos "chicos", algunos de los cuales hacen gala de un verdadero exhibicionismo de rarezas y cultivan el prurito de no grabar ningún compositor ni siquiera medianamente consagrado. A las orquestas y solistas de presencia tradicional en la única discografía que estuvo disponible durante décadas, se agrega una legión de sinfónicas, grupos de cámara e intérpretes que graban para sellos de precio económico. Algunas de esas grabaciones son hallazgos gratificantes; otras, un "ensarte". Todos reclaman su derecho a ser equiparados a los grandes y para ello algunos se prueban con el repertorio tradicional en versiones "alternativas". Han entrado al ruedo la Filarmónica Polaca, la Orquesta de Lubljana, la de Cracovia, la de Hong-Kong, la de Tokio y la de Nueva Zelandia. Obviamente, no todo lo que brilla es oro.

Los sellos alternativos compiten con exclusividades y en su afán, a veces enrarecen el aire con propuestas manieristas o de un convencionalismo irritante, lo que se aprecia particularmente en el repertorio barroco. Pareciera ser que cultivan el lema de que todo lo que se desentierra del pasado debe ser necesariamente bueno, y ahí podrían aparecer los nombres de compositores como Predieri, Borroni, Bonomi, Borghi, Nasolini y Tarchi, hoy con razón perfectos desconocidos. (Este conjunto de compositores de ópera aparece citado por Alfred Einstein en su extraordinario libro "De la Grandeza en la Música"). El afán musicológico de hurgar en lo desconocido rescata nombres injustamente olvidados, pero su celo también lo lleva a desempolvar compositores cortesanos de precaria estatura, que tratan de ser redimidos a través de interpretaciones "estilísticas" donde, bajo la nube de ornamentos y autenticidades historicistas, lo que queda es una sustancia mínima.

Si bien sabemos que en la cordillera de la historia de la música no hay altas cumbres sin una cadena de contrafuertes que la sustenten, debemos reconocer que hay cerros perfectamente prescindibles. La aceptación indiscriminada revela cuán insuficiente es la preparación del público consumidor de las novedades. Otra vez Pascal Quignard: cuando no se puede entender el sentido "sólo se padece el melos". Quignard lo dice en relación al perro que reconoce la "voz-señuelo". Los auditores desorientados reconocen la voz-señuelo de la oferta discográfica, pero podría ser que, por una parte, no distingan el abismo que media entre Salieri y Mozart y, por la otra, no conozcan nada de la música de su propio tiempo.

Por lo que respecta al repertorio, nuestro auditor contemporáneo escucha casi exclusivamente música histórica. Es turbador comprobar que los más de cincuenta años transcurridos desde 1945 - fecha que abre el paso a la Nueva Música- por poco no han dejado huella alguna en el repertorio standard instalado en el oído del auditor medio. Los más escondidos intersticios están habitados por compositores barrocos, románticos, clásicos y renacentistas, posiblemente en ese orden. Y si en ese conjunto ha sido la libertad de elección la que ha jugado un rol decisivo, nada hay que decir. ¿O sí hay algo? ¿Cuánto de imposición externa conforma mi gusto? ¿También el rating, people meter, y otros extravíos semejantes, han contribuido a mi repertorio como auditor?

No puede negarse que en la llamada música docta del siglo que termina ha habido compositores que han abusado de la distancia que media entre su propuesta y el lejano lugar que habita el auditor. En muchos creadores, el afán de individualidad a ultranza ha producido una especie de terror de ser aceptado de inmediato, pues ello podría interpretarse como una connivencia con el gusto masivo, una concesión a la tierra, tan acostumbrados están a su vuelo olímpico y solitario en las grandes alturas. Hay mucha obra insoportable que cierta crítica ha dejado pasar (y sigue dejando). Pero ahí hay que tener fe en que la historia, como siempre, va a establecer raseros ordenadores y los Predieri y Nasolini de nuestro tiempo no ocuparán la atención de los auditores del futuro. Pero hago dos advertencias. Una: los Predieri y los Nasolini pueden ser resucitados en cualquier instante; dos: si así fuera, comprobaríamos que su debilidad no era la lejanía respecto del auditor, sino el estar demasiado cerca de las convenciones del público de su época y, en ese sentido, bien olvidados están. Hay pecados de arrogancia (ignorar al auditor hasta negarlo, "me da lo mismo que mi obra se escuche o no") y hay pecados de complicidad (la composición que calcula el efecto, "esto es éxito seguro"). Estos últimos deben ser pecados mortales.

Toda obra de arte tiene una especie de ley interna que se va descubriendo junto con el proceso mismo de la invención. No es, por tanto, una norma preexistente y habrá tantas leyes como obras. Pero desde la Edad Media hasta entrado el siglo XX las composiciones musicales se construyeron bajo el albergue protector de una especie de Constitución ley-madre, llámese sistema modal o tonal-funcional-direccional, ambos con más o menos transformaciones. En el ámbito jurídico, las leyes particulares deben sujetarse al marco de la ley-madre so pena de ser declaradas inconstitucionales. Usando esta analogía, se puede decir que el comienzo de la Primera Sinfonía de Beethoven o los acordes prohibidos que ocasionaron el rechazo de la "Noche Transfigurada" de Schnberg, son "inconstitucionales". En toda propuesta innovadora hay una cuota de "ilegalidad", cada obra es una respuesta particular a una interrogante planteada desde el sistema. Hay auditores que creen que la ilegalidad se ha generalizado y recurren al pasado en busca de una carta fundamental ordenadora.

Desde el cansancio de la posmodernidad entreveo una figura innominada que, por ahora, está reemplazando a la antigua recta de los cambios estilísticos. No percibo con claridad las cadenas causales y no visualizo un centro ni siquiera difuso. De algún lugar emanan fuerzas múltiples que provocan encuentros circulares y sincretismos nunca imaginados. De Oriente con Occidente, de lo docto con lo popular, del gregoriano con el rock. Todo es transversal, todo es permeable, todo es fusionable. El auditor de música es un minúsculo pez en el fondo de una red tejida con toda la información musical disponible.

Ya lo propuse en otro escrito. Hay que fundar la disciplina de la Musiecología y convocar a los tres estamentos, creadores, intérpretes y auditores, y conminarlos a reflexionar juntos sobre sus deberes y prerrogativas para hacer de la música y sus vicisitudes un casus belli. Los auditores, en particular, deben ser oídos y guiados en este mar proceloso, pues de su abnegación depende en gran medida el estado futuro de las cosas.

Quignard, por última vez: "Los antiguos chinos tenían fundamentos para decir que la música de una época revela el estado del Estado".

Jaime Donoso Arellano es profesor titular del Instituto de Música de la Pontificia Universidad Católica de Chile.