Junio 17, 2001

Lserkin, Kempff, Arrau: las leyendas no mueren

Szersnovicz, Patrick (2001)

Wilhelm Kempff: "Dotado de un sentido muy desarrollado del equilibrio de las voces y poseedor de un maravilloso sentido de la atmósfera y del cambio en la iluminación".
En 1991 comenzó una serie negra: Rudolf Serkin moría el 9 de mayo, seguido de Wilhelm Kempff, el 23, y de Claudio Arrau, el 9 de junio. Diez años después, en el presente artículo se recuerda a estos tres gigantes.

Hace diez años desaparecían Rudolf Serkin, luego Wilhelm Kempff y Claudio Arrau, tres de los más grandes pianistas del siglo XX y sin duda tres de los más grandes músicos de todos los tiempos. Estos inmensos artistas que no tenían nada en común, salvo una admiración recíproca, fueron tal vez los últimos representantes de una antigua cultura, humanista y universal. Pero nos hicieron comprender por sobre todo, mejor que muchos otros intérpretes, lo que es la genialidad en el piano: tocar de una manera exacta y a la vez audaz. Exacta, porque nos hacen sentir que es así como se debe tocar. Audaz, porque sorprenden, siempre parecen originales y nos obligan a reconocer que se realiza algo que parecía imposible.

Al escuchar las interpretaciones de Wilhelm Kempff, Rudolf Serkin y Claudio Arrau se comprende mejor la importancia del legado, aquello que ha envejecido imperceptiblemente y lo que continúa siendo esencial: la imaginación y el fervor. Estos testimonios parecen rechazar las virtudes del virtuoso en los textos para darle mayor valor a la naturalidad, la diversidad o el modernismo de la partitura. Su interpretación conserva un lado aventurero, indómito, a pesar de ser muy disciplinado. "En la obra de arte es necesario que el caos asome por detrás del velo del orden", dijo Novalis.

Wilhelm Kempff, el improvisador nato

Miembro de una familia de organistas luteranos, Wilhelm Kempff (1895-1991), mostró desde muy temprana edad dotes excepcionales de pianista e improvisador. Fue pedagogo y compositor (autor, entre otras obras, de cuatro óperas, dos sinfonías, dos cuartetos de cuerdas y un concierto para violín), pero éstos pronto le ceden el lugar al intérprete: el ocasional director de orquesta (dirige en 1928 El arte de la fuga, de Bach), el organista apasionado por las improvisaciones, el músico de cámara compañero de Georg Kulenkampff y de Lotte Lehmann, y sobre todo el pianista.

Su arte, en un comienzo vigoroso y apasionado, tuvo una gran evolución con el correr de las décadas. Con el tiempo se fue haciendo más sincero, más sutil, adquiriendo el tono de una confidencia familiar. Su ciencia del fraseo y su ejecución extremadamente refinada están al servicio de un canto y de una emoción decantadas hasta la inocencia. "Kempff era como un arpa eólica", dijo Alfred Brendel: estaba siempre dispuesto a responder a lo que el viento le aportaba de interesante. "Hacía suya la música que interpretaba". Dotado de un sentido muy desarrollado del equilibrio de las voces y poseedor de un maravilloso sentido de la atmósfera y del cambio en la iluminación.

Pero este arte de la simplicidad y de la naturalidad nace de una sorprendente paradoja. Considerado durante mucho tiempo como el representante ideal de la tradición humanista alemana, como el perfecto intérprete de Mozart, Beethoven, Schubert, Schumann, Liszt y Brahms, Kempff pasa, sobre todo ante los ojos de sus admiradores extranjeros, por un pianista no germánico. Como Furtwngler, parece celebrar la cultura alemana a la luz de los clásicos griegos. Su musicalidad colorida, sorprendente, soñadora, su dosificación natural que alivia el discurso reposan en una intuición musical, una hiper sensibilidad, una fantasía creadora y una belleza de sonido, dulce, luminosa, casi inmaterial.

Su ejecución es vibrante, firme y flexible a la vez. Respira sin que esta respiración tenga una cadencia rítmica: la gran línea sigue siendo siempre lo principal.

Las treinta y dos sonatas y los cinco conciertos de Beethoven fueron el pan cotidiano de Kempff durante toda su vida, y también fue infatigable en desentrañar las sonatas de Schubert y ardiente defensor de músicas (Chopin, Liszt) que consideraba como mal comprendidas y mal servidas en su propio país. Su grabación casi integral de las sonatas de Schubert nos ofrece un conjunto de una simplicidad única, deslumbrante, que es a la vez un monumento y una fuente de agua pura. En ella no busca el dramatismo genial ni los contrastes sutiles de Arrau, de Serkin o de Richter.

Es en la simplicidad que hay que buscar nuevamente el secreto de la belleza y de la emoción liberadas por Kempff en Liszt. Disponiendo, sin embargo, de un inmenso y variado arsenal técnico, el pianista une resplandor a momentos de ensueño y delicadeza. Conjuga el discernimiento, la fantasía y el dominio al servicio de un profundo sentimiento de comunicación y comprende hasta qué punto todo ya está inscrito en la obra, y que cualquier énfasis no hace sino disminuir la fuerza expresiva. En los extractos de los Años de peregrinación y en las dos Leyendas de Liszt grabadas en 1950, Kempff, en un acto de visionario y de poeta olvidado de la realidad, alcanza una de las cimas más sobrecogedoras en toda la historia de la interpretación.

Rudolf Serkin, el asceta

A los doce años, Rudolf Serkin (1903-1991), nativo de Bohemia, se convierte en discípulo en Viena de Richard Robert (piano), Joseph Marx y de Arnold Schoenberg (composición). En 1920, conoce en Berlín al violinista Adolf Busch. Su vida cambiará con este encuentro: descubre a Bach (con la orquesta de cámara de los Busch), la música de cámara (en dúos y en tríos con Adolf y Hermann Busch) y, sobre todo, una ética musical heredada de Adolf Busch, con cuya hija se casará. Exceptuando numerosas giras con los Busch, Serkin vive y trabaja en Darmstadt durante los años 20, luego en Basilea, donde da clases antes de emigrar a Suiza con su maestro, y luego en 1936 a los Estados Unidos. Tiene un deslumbrante debut en Norteamérica con la Orquesta Filarmónica de Nueva York dirigida por Arturo Toscanini. Le encomiendan la enseñanza de piano en el Curtis Institute de Filadelfia, que dirigirá desde 1968 hasta 1976. Crea la escuela de música y el Festival de Marlboro, en la campiña de Vermont, donde jóvenes músicos de todo el mundo se inician en métodos de trabajo ibres y al mismo tiempo rigurosos. Rudolf Serkin estará al servicio del gran repertorio clásico (Bach, Mozart, Beethoven), romántico (Schubert, Mendelssohn, Schumann, Brahms) y moderno (Bartok, Stravinsky, Prokofiev, Martinu) con la misma exigencia estilística hasta su muerte. Su ejecución directa, que busca lo esencial, es calificada a menudo de austera. Eso es olvidar la resplandeciente energía que la anima.

Asceta del piano, Serkin poco a poco fue despojando de su ejecución los hábitos de la seducción para que se pudiera escuchar mejor el canto profundo de las obras, cincelado por una interpretación luminosa y una articulación perentoria. Este gran músico y gran pianista jamás poseyó la técnica natural de un Sergei Rachmaninov, un Josef Hofmann o de un Vladimir Horowitz. Serkin jamás dejó de luchar con su instrumento. En él se nota el esfuerzo. Pero cuando entra dentro de la música, está como desapegado de este mundo. Al igual que Schnabel, Serkin practica durante toda su vida la música de cámara. Cuando no la interpreta, la enseña. Al comienzo de su carrera, posee un gran repertorio. Interpreta a los románticos, con una predilección especial por Schumann. Pero, inclusive en aquel momento, se apega particularmente a Bach, Mozart, Beethoven, Schubert y Brahms. Su repertorio para conciertos va de Mozart, Beethoven y Brahms hasta Bartok y Prokofiev, sin excluir obras más "esotéricas" como el Concierto para piano de Max Reger o la Burlesque de Richard Strauss. Con el paso de los años, su repertorio se reduce. Sus programas se reducen llegando incluso a no considerar sino las cinco últimas sonatas de Beethoven y las tres últimas de Schubert. Serkin repone incesantemente el texto sobre el oficio, intentando a diario darles una nueva iluminación a páginas que todo el mundo cree conocer.

En sus grandes momentos, Serkin parece un símbolo de estabilidad. Tiene un sonido austero, incluso demacrado, y sin embargo magnífico. Sus interpretaciones están marcadas por altura de miras y nobleza sin jamás tratar de "hacerse noble". Cuando toca, transmite dos mensajes: el del compositor y el de la obra iluminada por las prolongaciones que él les da. El resultado es sobrenatural, como una experiencia no del todo de este mundo. El compromiso del artista es apasionado, total: en una corta sonata de Haydn, un rondó de Mozart, una bagatela de Beethoven, un impromptu de Schubert, Serkin se da por entero. La ejecución es intensa, los fraseos duros, la acentuación rigurosa y el pianista no abusa demasiado del desplazamiento de las manos. Las obras están impregnadas, como casi siempre con Serkin, de la sensación que toda la vida depende del sentido que se le da a cada frase. Pero la perfección estilística transfigura una sonoridad demacrada en un piano que surge, soberanamente transparente.

Claudio Arrau, la profundidad virtuosa

Pianista de origen chileno, Claudio Arrau (1903-1991) es un niño prodigio que se presenta en público a los cinco años. Realiza sus estudios en el Conservatorio de Santiago de Chile, luego en Berlín a partir de 1912, becado por el gobierno chileno. Estudia allí desde 1913 hasta 1918 con Martin Krause, uno de los últimos discípulos de Franz Liszt, lo que lo convierte en el heredero de Beethoven y de Czerny vía Liszt y Krause. Laureado con el premio Liszt en 1919 y 1920, Arrau debuta en Londres y Nueva York en 1922 y 1923 y en 1927 obtiene el Gran Premio internacional de los pianistas en Ginebra. Desde 1924 hasta 1940, enseña en el Conservatorio Stern de Berlín e interpreta bajo la batuta de Karl Muck, Arthur Nikisch, Willem Mengelberg y Wilhelm Furtwngler. Entre octubre de 1933 y enero de 1934, realiza quince recitales y cuatro conciertos con orquesta en México. Entre 1935 y 1936, su interpretación en Berlín de doce conciertos con la obra completa de Bach para teclado causa sensación, y Arrau renueva la experiencia con la obra de Mozart en la temporada siguiente. Sin embargo, no encuentra allí la gloria internacional. Poco después del inicio de la II Guerra Mundial, Arrau se instala en los Estados Unidos, donde vivirá desde 1941 hasta 1990 (antes de convertir a Munich en su puerto de amarre) y desde donde prosigue su carrera internacional con un repertorio de una amplitud excepcional, que abarca desde la música preclásica hasta las obras contemporáneas. No es sino después de los ciclos Beethoven (las treinta y dos sonatas) interpretadas en un cierto número de capitales, de giras de ciento treinta conciertos por año y un número incalculable de grabaciones que finalmente logra llenar las salas.

Claudio Arrau une a una técnica deslumbrante y flexible un estilo de una belleza soberana, constituyendo su forma una síntesis ideal de virtuosismo y penetración intelectual. Sus interpretaciones profundas, construidas con madurez, se ponen al servicio de la obra. Bach, Mozart, Beethoven, Schubert, Chopin, Schumann, Liszt, Brahms y Debussy son sus compositores predilectos, pero le gusta mucho la ópera, la música de vanguardia y estudia para su propia satisfacción las obras pianísticas de Boulez, Xenakis y Stockhausen.

Al igual que Rachmaninov, Cortot, Gieseking, Kempff, Rubinstein, Horowitz, Serkin, Gilels y Richter, Arrau tiene una ejecución extraordinariamente personal y que se reconoce de inmediato. La arquitectura de la obra se desprende con nitidez. Intenta evocar el espíritu deBeethoven, Schubert, Chopin, Schumann, Liszt o Brahms, de recrear sus obras, eliminando toda distancia. Toca con la humildad que confieren la experiencia y la sabiduría. Su sonoridad es sombría, carnosa, no duda en apoyar el pedal y detesta poner la melodía por encima del acompañamiento. Adoptando "tempos" a menudo moderados, Arrau ennoblece la música y la deja respirar. Su técnica se basa en el peso del brazo y la relajación. Utiliza todo el brazo, desde el hombro hasta los dedos, incluso de una nota a otra, se apoya sobre la muñeca para los acordes y hace oscilar la parte superior de la muñeca para las octavas y las notas "staccato". Este método le permite tocar durante horas sin cansarse. "El piano exige tanta tensión emocional como distensión física", le gustaba recordar.

La humildad de la sabiduría

Las interpretaciones de Claudio Arrau se ponen más densas con la edad, al punto que este pianista fue el único en poner en evidencia la ansiedad y el dolor ocultos en las obras que interpreta, tanto frente al público como en los estudios de grabación. En sus más grandes interpretaciones grabadas - Sonatas "La Tempestad", "Waldstein", "Hammerklavier", Opus 109, Opus 110, Opus 111, Cuarto y Quinto Conciertos de Beethoven (con Haitink y con Colin Davis), Inpromptus op. 90 y las tres últimas sonatas de Schubert, "Nocturnos" de Chopin, "Carnaval y Escenas del Bosque" de Schumann, "Sonata en si menor", "Estudios de ejecución trascendental", "Bendición de Dios en la soledad", "Valle de Obermann", "Tras una lectura de Dante" y Funérailles de Liszt, Tercera sonata en fa menor, "Baladas" op. 10, "Variaciones Hndel" y conciertos de Brahms (con Giulini y con Haitink), Estampas, Imágenes y Preludios de Debussy- la ejecución no es nunca ostentosa, aunque paradojalmente, el pianista parece querer enfrentarse en un verdadero duelo con todos los significados posibles de cada nota.

Sin embargo, Beethoven ocupa un lugar especial en el panteón de los compositores preferidos de Arrau. En su interpretación de las treinta y dos sonatas, grabada desde 1962 a 1968, construye el monumento discográfico más representativo de su arte, desarrollando un equilibrio fuera de lo común entre la riqueza polifónica y la intensidad de los fraseos, los ataques y las transiciones. Cercana a la de un Furtwngler, su concepción se basa en una continua tensión armónica, una articulación deslumbrante y una extraordinaria percepción de la estructura. Aunque se haya hecho ley más tarde, este estilo grandioso, a un tiempo moderno y anterior a Schnabel - a pesar de la cronología- durante mucho tiempo le pareció extraño a los "hijos del siglo" y no se dejó de estigmatizar algunos de sus aspectos ultra-posrománticos (la libertad expresiva, el "rubato", los contrastes desmedidos, la sonoridad sombría y el manierismo de los colores fundidos).

Denso y sibilino, Arrau, no obstante, renovó considerablemente el enfoque de ciertas sonatas ("Séptima", "Patética", "Claro de luna", "Appasionata"). En septiembre de 1963 ofrece la mayor versión jamás grabada de la Sonata "Waldstein". Otras cúspides alcanzadas, la Hammerklavier, las Opus 101, 109, 110 y 111 liberan fabulosos arrebatos, con una lentitud subyugante, una calidad de sonido y de ejecución fenomenales. La riqueza de los ángulos de ataque invitan, sin embargo, a aceptar la indeterminación, incluso la ambigüedad de un recorrido aparentemente unívoco: de un modo bien diferente al de un Rudolf Serkin, Claudio Arrau interroga a cada instante. La extrema belleza de sus respuestas (ver las primeras sonatas, las tres del Opus 31, "Los Adioses" o las series de variaciones) echa por tierra una cantidad de ideas preconcebidas acentuando paradojalmente el aspecto de suspenso. Esta subjetividad, este poder de convencimiento demuestran un compromiso aplastante y hacen de este conjunto la suma beethoveniana más audaz, pero al mismo tiempo la más lograda pianística y musicalmente.

Le Monde de la Musique.