LA REVOLUCION Y LAS ESTRELLAS

OTROS VIAJES (1)



Pocas semanas después del triunfo de la Unidad Popular, en el cuadro de lo que más tarde sería la Operación Verdad, y sin que todavía el nuevo presidente hubiera asumido oficialmente su cargo, fuimos nombrados oficiosamente, "embajadores culturales" del nuevo gobierno. El propio Allende lo comunicó a la prensa, cuando nos despidió en un local de su partido, que se había transformado momentáneamente en su cuartel general, y en el cual, él atendía diariamente a los periodistas. Con este reconocimiento, en octubre de 1970, nos dispusimos de nuevo a partir rumbo a Europa, ahora mucho mejor organizados que la primera vez, y con un repertorio más adecuado a lo que estos países podían esperar de nuestra música. Esta gira duraría cerca de seis meses, y una de las etapas más interesantes para nosotros sería el ansiado viaje a Cuba. Junto a nosotros, iba, además, Isabel Parra, con quien habíamos estrechado nuestros lazos de amistad. Por aquella época, ella pasaba por una crisis sentimental que la tenía muy deprimida. Nos habíamos acercado en la época del montaje de la "Cantata Santa María", que ella había seguido bastante de cerca, y no podíamos dejarla así, perdida, en medio de esos laberintos que se forman a veces por causa de decepciones y desgarros amorosos. Como los problemas de pasajes eran fácilmente solucionables, aunque ella no tenía muchas ganas de cantar, nos propusimos incluirla en la farándula, y hasta preparamos algunas canciones para integrarla a nuestros conciertos. De todas las experiencias de este largo viaje, ella hizo un relato completo en forma de décimas, que espero que algún día salgan a la luz, porque es un divertido documento, que va relatando diariamente los aspectos más entretenidos que tenían estas giras. Chabela era ya entonces la intérprete más reputada en nuestro país, y empezaba a ser reconocida como una de las mejores voces femeninas del continente. De ese tiempo hasta ahora, su talento ha sido confirmado, además, como autora y compositora, digna sucesora de su madre. No es vano recordar que algunas canciones muy conocidas, con textos de Violeta, han sido musicalizados por ella, como, por ejemplo, "Valentina", "Lo que más quiero", "Al centro de la injusticia". Fue ella, además, la primera chilena que comprendió la importancia de la Nueva Trova Cubana, difundiendo en nuestro país las canciones de Silvio Rodríguez, mucho antes de que a nadie se le ocurriera cantarlas. Chabela, como intérprete de la canción chilena, es un remanso de dulzura y femineidad, en un movimiento en el cual, hasta el momento, han predominado los artistas masculinos. Su figura delicada, su voz pura, desprovista de toda afectación, su sensibilidad mejor dispuesta para cantar los arreboles que los cielos tempestuosos, su repertorio, siempre escogido para expresarse como mujer antes que nada, le agregaban a nuestros conciertos ese otro lado de la vida, que nunca conseguiremos mostrar cantando solos. Su perfecta dicción, le da a cada palabra una significación escondida, expresando a veces el dolor de una herida, como otras veces, la simple ternura que proviene de un verdadero amor al mundo y al canto. La ternura no puede ser fingida, y aunque es uno de los sentimientos más frágiles, cuando se manifiesta, transforma a quien es capaz de expresarla, en una luminosa imagen de vigor y fortaleza.

Debo decir que, en cuanto llegamos a Europa, nos dimos cuenta que la imagen de Chile que allí se proyectaba, no era tan desastrosa como habíamos temido en el primer momento. Si bien la campaña anti-Allende arreciaba por todos lados, no era menos cierto que el proyecto de un socialismo democrático, cuyas reformas se harían respetando la Constitución y en un clima pluralista y libertario, encontraba también no pocos simpatizantes. En Chile, las cosas estaban muy agitadas, y ganar adeptos a nuestra causa era importante: la situación era muy peligrosa, el acuerdo básico entre la democracia cristiana y la izquierda se había logrado. Este, llamado, "Estatuto de Garantías Democráticas", había sido firmado por Allende y Tómic, y, en lo principal, aseguraba el respeto del Congreso a los resultados de la elección. Pero con esto, se había iniciado la puesta en marcha de los planes abiertamente golpistas de la extrema derecha, incluyendo el criminal atentado en contra del general Schneider, quien, hasta entonces, era el aval del respeto de los militares a la democracia. Todas estas noticias, creaban expectación en el extranjero acerca del destino de nuestro proceso. Felizmente, en todos los países que visitábamos, encontramos amigos de Chile dispuestos a ayudarnos. Debo decir, sin embargo, que nuestras experiencias con el servicio diplomático chileno fueron bastante deplorables: los embajadores todavía no habían cambiado, y fuera de dos o tres, que comprendieron nuestra misión y apoyaron nuestro trabajo, el resto, que se preocupaba más bien de boicotear las medidas de política exterior del nuevo gobierno, nos mostraron una diplomática indiferencia.

Pero olvidémonos de estas miserias, y contemos algunas historias de estos viajes, que puedan dar alguna idea de las aventuras en que nos metía este oficio de cantores itinerantes.

Uno de los principales problemas que teníamos, provenía de nuestro desconocimiento de los idiomas de los países que visitábamos. A veces, estas deficiencias adquirían un carácter preocupante, pues quedábamos entregados a la eficiencia o ineficiencia de las traductoras y acompañantes, los cuales, no siempre cumplían su deber de transmitir nuestro mensaje. Recuerdo, por ejemplo, el caso de aquella amiga, en el país de Maricastaña, que tenía la particularidad de ser terriblemente tímida. Esto, no nos hubiera molestado, si, además, no se hubiera unido a esta característica, la de poseer una voz ronca y fantasmagórica, que parecía provenir de las más profundas tinieblas del Averno. "Buenos días", nos decía, con su acento rarísimo, y nosotros dábamos un salto. Como le tenía horror al escenario, por ningún motivo aceptaba aparecer con nosotros en la escena. Después de mil discusiones para tratar de convencerla, lo único que pudimos sacar en limpio con ella, fue lograr que se ubicara lo más cerca posible de nosotros, pero detrás de las cortinas, para que así, el público, cuyas miradas la aterrorizaban, no pudiera verla.

Cantábamos en un maravilloso teatro, grandioso y moderno, con una espaciosa platea, que, desde las bambalinas, para nuestra satisfacción, vimos repletarse completamente. Salimos a cantar como de costumbre, y después de la primera canción, que servía de presentación, quedamos esperando el anuncio de la segunda, que nuestra nerviosa amiga tenía que hacer desde su estratégica posición. Comenzó a hablar, su voz tenebrosa, con los efectos de la sonorización, se había hecho francamente espeluznante. Desde las catacumbas provenía este mensaj, que sonaba como una profecía: "Y ahoraaa el conjunto Quilapayún les interpretaráaa..." El público que escuchaba esta alocución de ultratumba, veía a estos siete tipos vestidos de negro, apenas iluminados por unos focos lejanos, y se sentía directamente transportado a los calabozos inquisitoriales de la edad media. Después de algunas canciones anunciadas de esta extraña manera, que por supuesto dejaron frío (en el sentido literal) a todo el mundo, mientras cantábamos en ese ambiente mortuorio, comenzamos a escuchar extraños ruidos que provenían de la sala. La delicada técnica de iluminación del modernísimo teatro nos impedía ver más allá del escenario, y como los ruidos comenzaron a hacerse cada vez más estruendosos, empezamos a inquietarnos. Terminamos la canción sin poder desentrañar el misterio, porque la sala seguía a media luz, cuando nuestra fúnebre traductora, con su sombría voz, cumplió una vez más su rito. Lo que ahora venía, era un tema indígena, apenas susurrado por las zampoñas, y que exigía una gran concentración de nuestra parte. Comenzamos a tocar, echando mano al recurso de siempre en esos momentos de difícil relación con el público: cerrar bien los ojos, y perderse en la música para calmar los nervios. La iluminación era tan tenue, que apenas nos permitía vernos. Comenzamos a tocar, y comenzó el mismo ruido de antes, algo como un murmullo, un roce extraño, como si a lo lejos se hubieran echado a andar las rodajas de una máquina fabulosa. La cosa fue en aumento, y, tal como había ocurrido las veces anteriores, en los últimos acordes de la canción, el ruido fue aminorando, hasta casi desaparecer con nuestra última nota. ¡Qué cosa más rara! Sólo que esta vez, para sorpresa nuestra, la sala se iluminó completamente, y por fin pudimos descubrir lo que estaba ocurriendo: como para esta gente de lejana cultura, nuestra música era tan rara, que no podían comprender en que rito fúnebre o macabro los habían metido, aprovechaban la obscuridad de la sala para escaparse de nosotros. Y así se producía este fenómeno, digno de una película de Chaplin, cada vez que la luz volvía a encenderse, todos se sentaban rápidamente, para que nosotros no nos percatáramos de la estampida. Como esto se venía produciendo desde las primeras canciones, el teatro ahora parecía medio vacío. Ahora, el subterfugio era flagrante, y pudimos sorprender a algunos de los desesperados en la mitad de su movimiento, medio sentados, medio parados, atropellándose por salir. Nuestro concierto, que había comenzado tan exitosamente, terminó con cuatro pelagatos, probablemente con dos muy entusiastas, y con otros dos, tan atemorizados con la voz de nuestra intérprete, que no se habían atrevido a largarse de nuestro aburrido ritual.

En otro país, de cuyo nombre no quiero acordarme, un día de invierno, mientras la lluvia y el viento azotaban los árboles afuera, nosotros nos encontrábamos dando un concierto de rutina, en un teatro perdido, cuyas características no describiré para ahorrarme los sentimientos nostálgicos. Con la sensación de estar cantando desolaciones para desolados, en medio de desolados paisajes, nos enfrentamos de pronto con un misterio que, en todo este tiempo, a pesar de los esfuerzos que hemos hecho por dilucidarlo, nunca hemos podido aclarar. El hecho es que, justo cuando iniciábamos nuestra canción, "A la mina no voy", sin que por nuestra parte hubiéramos hecho nada que lo justificara, todo el teatro comenzó a reírse. No a reírse para expresar su simpatía por este grupo que había atravesado los mares para venir a cantarles, tampoco porque el Willy hubiera dicho alguno de los chistes internacionales de su repertorio, o porque nos hubiéramos equivocado en una palabra o en una nota. No, a reírse a carcajadas, a morirse de la risa, a desternillarse hasta las lágrimas. Nosotros seguíamos cantando, y observábamos hacia todos lados, para descubrir que era lo que podía causar tanta hilaridad en un público de conducta más bien reservada. Pero no detectábamos nada inusual, nuestros ponchos eran los mismos de siempre, estábamos dispuestos en la escena como de costumbre, nadie se había equivocado o pintado la cara, nadie tenía zapatos de otro color. Pero bastaba que nosotros emitiéramos el más mínimo sonido, para que la gente soltara la carcajada. Volvimos a revisarnos con la mirada, Hernán estaba con sus pantalones perfectamente planchados, ninguno había cometido error alguno en el peinado, todos estábamos honestamente cantando, y con los marruecos cerrados, lo que no impedía que nuestra algazarera audiencia continuara su fiesta, muriéndose de la risa con cada una de nuestras notas musicales. El punto máximo fue alcanzado cuando Carlitos comenzó a cantar su parte solista. La batahola que se formó cuando llegó a la parte, "abandonado de Dios" fue indescriptible; parecía que el teatro iba a explotar. El negro explotado por el capataz sin conciencia, obligado a trabajar en la mina, mientras su mujer y sus hijos lo esperan en la casa, sumidos en la miseria, hizo a esta gente llegar a tales paroxismos de alegría, que, a partir de allí, las carcajadas se transformaron en alaridos de júbilo. Algunos que ya no podían soportar los espasmos, tuvieron que salir de la sala. Nosotros, que no entendíamos qué pasaba, con una sonrisa bobalicona en los labios, sin saber si acompañar las risas o si ponemos a llorar, seguíamos cantando, haciendo como si no pasara nada. Pero pasaba y mucho. Lamentablemente, nunca pudimos saber qué. Cuando terminó la actuación, y pudimos preguntar a los intérpretes cuál había sido la causa de tamaña algarabía, ellos, sonriendo, nos daban respuestas evasivas. Muy bien, nos decían, estuvo muy bien. Nosotros, obligados a quedarnos sin entender, tuvimos que resignarnos a la idea de haber sido un espectáculo bufo, sin saber en qué consistían nuestros chistes.

En otras partes sí entendíamos. Por ejemplo, esa vez en que estábamos detrás de las cortinas, preparándonos para la actuación, mientras el público llenaba la sala. Por lo general, mientras esto se hace, la gente que ve la cortina cerrada, se imagina que detrás todo está tranquilo y silencioso. La verdad es que, casi siempre, es todo lo contrario, los tramoyistas están en los últimos preparativos, uno clava, otro saca una escalera, otro fija una luz, nosotros mismos nos paseamos, uno haciendo vocalizaciones, otro regulando los micrófonos, otro ordenando los instrumentos, afinando las guitarras o ajustando las percusiones. Todo el mundo trabaja.

Como ya era bastante tarde, nuestro intérprete, que sabía tanto de español como nosotros de turco, comenzó a darnos a entender por gestos que había que empezar. Rodolfo, que andaba por allí, hablándole con las manos, le indicó que se quedara tranquilo, y que cuando estuviéramos listos, le avisaríamos. Como el traductor, además de no hablar nuestro idioma, era más tonto que un apio, creyó que las morisquetas de Rodolfo significaban precisamente lo contrario de lo que éste quería decirle, e inmediatamente dio la orden de que se abrieran las cortinas. Se apagaron sorpresivamente las luces de la sala y estas comenzaron a abrirse. Nosotros, que estábamos en cualquier cosa, menos en lo tendríamos que haber estado en ese instante, al ver el peligro que se nos venía encima, comenzamos a hacer señas para que los técnicos volvieran a cerrar. Nuestro intérprete comprendió por fin qué habían querido decir los gestos deRodolfo, y, tratando de salvar la situación, se aferró a los dos extremos de las cortinas, que ya habían comenzado su fatídico movimiento. El pobre quedó al centro de la escena, de cara al público, con los brazos abiertos de par en par, y elevándose a medida que las cortinas se abrían, pues, azorado como estaba, no se atrevía a soltarlas. Gritaba a voz en cuello la única palabra que teníamos en común: "¡No, no, no!". El daño estaba hecho, y más que hecho, porque, además de este inusitado espectáculo que estaba dando nuestro desesperado guía, ante la vista del público quedó todo lo que en ese instante estaba sucediendo detrás del escenario. Las cortinas terminaron de abrirse, y nuestro desdichado amigo se desplomó en medio de la escena. Mientras él salía corriendo a esconderse detrás de las bambalinas, nosotros, más serios que nunca, nos acercamos a los micrófonos, y comenzamos a cantar: así comenzó nuestro primer recital surrealista.

Otra de nuestras desventuras por causas idiomáticas, ocurrió en Francia. En esa época, nuestras actuaciones reposaban sobre todo en el interés de algunos amigos, o de personas que tenían lazos afectivos con América Latina. Una de ellas era Roland Gervaud, cantante francés de la época de Maurice Chevalier, que había hecho una carrera cantando en los cabarets de La Habana, y que ahora trabajaba para nuestra casa de discos francesa, Pathé Marconi, haciendo de relacionador público. Él fue quien nos consiguió nuestras primeras actuaciones en televisión, y pequeñas actuaciones que nos servían para mantenemos a la espera de otras más importantes.

Un día llegó a nuestro hotel con una buena noticia. Nos había conseguido una temporada en el cine de Clichy, en el cual se quería reiniciar la antigua tradición de los grandes cines parisinos, de anteponer a los films, espectáculos vivos de cabaret. Nosotros teníamos que integrarnos a una primera parte, ya armada, con cantantes populares, con un cuerpo de coristas y con todo un espectáculo a la moda de los años 40. De ese cine, hoy día no queda nada, y creo que ése fue el último intento de rehabilitar estas grandes salas a la antigua, todas transformadas hoy día en multicines. El espectáculo estaba bastante bien concebido, y, entre los números de baile, con mucho vestuario y muchas hermosas bailarinas, se necesitaba un cierto tiempo, que permitiera a los tramoyistas cambiar el decorado. Nosotros teníamos que llenar estos espacios: se cerraban las cortinas, y, mientras cantábamos sobre una pequeña plataforma especialmente habilitada para nuestro grupo, los hombres podían trabajar sin problema. Como el asunto era fácil, nunca ensayamos el espectáculo completo, y nos limitamos, simplemente, a probar los micrófonos y a ver cómo íbamos a entrar en escena.

La noche del estreno, nos vestimos, y esperamos hasta que el director nos dio la orden de ir a instalarnos en nuestra plataforma. En la semioscuridad de la sala, nos ubicamos frente a los micrófonos, y comenzamos a interpretar "El canto de la cuculí", que, por esa época, se escuchaba a veces en las radios parisinas. Estábamos en esto, soplando nuestras quenas y rasqueteando charangos y guitarras, cuando de repente, todos pudimos percibir, que por entre las rendijas que dejaban las tablas con las que estaba construida nuestra pequeña escena, comenzó a salir un sospechoso humito blanco. Un poco preocupados, miramos hacía el público, pero nadie parecía percatarse del incidente; la gente seguía escuchándonos con bastante atención y parecían indiferentes al suceso. Pero el humito seguía y seguía saliendo, y cada vez con mayor profusión. Empezamos a dudar. ¿Qué hacemos? ¿Seguimos tocando, o paramos y damos la alarma? Mientras pensábamos en esto, seguíamos tocando nuestra famosa cuculí, que duraba y duraba, como una sinfonía. Si dábamos la alarma, era posible que una catástrofe se desencadenara de inmediato en el teatro. Al grito de ¡fuego!, la gente iba a tratar de salir desesperadamente, y se corría un serio riesgo de que los niños y los ancianos fueran pisoteados por la multitud despavorida. Los inocentes espectadores seguían escuchando nuestra música, que ahora nos parecía una franca pesadilla. Nos imaginábamos que cualquier cosa que pasara si les advertíamos el peligro, iba a ser de responsabilidad nuestra. No podíamos ser los causantes del pánico que terminaría con la vida de quién sabe cuántos inocentes. ¿Y nosotros mismos, que estábamos parados precisamente donde el fuego estaba comenzando, íbamos a aceptar morir allí quemados? ¿Qué hacer, qué hacer, qué hacer? Había que esforzarse por mantener la calma, y dejar que los propios espectadores comenzaran a percatarse del peligro y tomaran las medidas del caso. Pero, ¿por qué los responsables no hacían nada? El capitán se hunde con el buque, el pánico es mucho más peligroso que el incendio. Armados de valor, seguimos tocando nuestra mortal cuculí, que no terminaba nunca. La humareda se estaba haciendo insoportable, la cosa era seria. Pero había que dar el ejemplo: nosotros éramos artistas revolucionarios, en una situación como ésa no podíamos dar muestras de ninguna debilidad. Haciendo de tripas corazón, seguimos tocando en medio de lo que ya nos parecía un incendio declarado. ¿Pero, por qué diablos la gente no se da cuenta? Tal vez un efecto de luz los encandila. Envueltos en un humo tan espeso, que nuestras siluetas se esfumaban, terminamos nuestra heroica cuculí. Entonces pasó lo más curioso: el público, sin inmutarse en lo más mínimo, aplaudió calurosamente. Estos franceses nos van a volver locos con su racionalismo. Para terror nuestro, algunos comenzaron a gritar: "¡Une autre, une autre...!", mientras nosotros mirábamos asombrados a través de la espesa humareda. Íbamos a empezar a llamar a la calma, y a tomar todas las medidas para el desalojo de la sala, cuando de pronto se abrió el telón detrás nuestro, y apareció en pleno el espectacular elenco de esculturales bailarinas con su colorido vestuario. El piso en que bailaban era una espesa cortina de humo, que permitía apenas distinguir sus piernas. Comprendimos todo: lo que habíamos tomado por un incendio, era en realidad, un efecto escénico, un humo artificial, que salía de enormes cañerías repartidas por el escenario. Como nadie nos había avisado -y nadie podía avisarnos porque no comprendíamos ni jota de francés- habíamos vivido todo como un cataclismo. Durante exactamente tres minutos y cuarenta y dos segundos, habíamos vivido la experiencia de la catástrofe inminente. Nadie saludó nuestro heroísmo, que nosotros, por supuesto, hemos tenido la delicadeza de guardar en silencio hasta ahora.

En París teníamos importantes cosas que hacer, pero grandes dificultades para financiar nuestra estadía. Las actuaciones que nos conseguíamos eran, casi siempre gratuitas y tenían más bien un propósito político. A veces, también se nos pedía cantar en obras de beneficencia. Una vez cantamos para ayudar a una fundación de protección de lisiados. Como retribución, fuimos invitados por una de las organizadoras del acto, a comer en un antiguo restaurant parisino. Pasamos un agradable momento conversando con ella, se trataba de madame d'Ornano, actual alcalde de Deauville, y esposa de uno de los líderes de la derecha francesa. Ella elogiaba nuestras barbas revolucionarias, que, más que evocarle la semblanza de los guerrilleros latinoamericanos, le recordaban la imagen del Nazareno, con lo cual se demuestra que cada cual puede ver en nosotros lo que quiera.

Para subvenir a nuestras necesidades, como todos los músicos latinoamericanos de paso por París, también nosotros fuimos a parar a los boliches del Barrio Latino (que, entre paréntesis, no tiene ese nombre, como comúnmente se cree, por ser el lugar más concurrido por los latinoamericanos, sino porque allí se ha encontrado siempre La Sorbonne, y, porque en épocas remotas, cuando la sabiduría se enseñaba en latín, en esos predios esta lengua llegó a ser el idioma de la calle). En esa época, los más importantes eran dos: La Candelaria y L'Escale. Hoy día sólo queda este último; el primero, que entonces era atendido por Miguel, un andaluz que amaba a Violeta, y que le dio trabajo durante toda su estadía en París, hoy día ha cerrado sus puertas para siempre. Allí, en esas "caves", tan de moda en la época de los existencialistas, cantamos durante algunas semanas. Se cantaba todas las noches; como nuestro grupo era demasiado numeroso para esas escenas pequeñitas, formamos dos conjuntos, uno con la Chabela y otro casi puramente instrumental. Cantábamos dos veces por noche, una a las 11, y otra a las 2 ó 3 de la mañana. Hacíamos vida nocturna, y frecuentábamos a todos los bohemios latinoamericanos que pasaban por ahí. Algunos de esos amigos todavía andan dando vueltas por esos lugares. Varios grupos que han llegado a ser muy populares en Francia, y que han difundido la música latinoamericana en Europa, han sido atracción en estos sitios: Los Incas, Los Calchakis y Los Machucambos, que siguen siendo los propietarios de L'Escale. Como toda nuestra vida tenía centro en ese barrio, nos conseguimos un hotel por allí cerca, y en él ensayábamos cuando no andábamos vagabundeando por las calles, visitando las galerías y librerías, o patiperreando con la que fuera nuestro amor de paso. Uno de estos amores no fue tan de paso para Hernán, aunque en ese momento no lo podíamos saber. Los dueños de nuestro hotel tenían dos hijas, y una de ellas, más adelante, se transformaría en la esposa de nuestro amigo.

En París, además de un programa de TV de fin de año, "Le Monde en Fête", con Charles Trenet, y realizado por Raoul Sangla, de un concierto en el teatro de la Cité Internationale, hicimos muchas entrevistas y contactos periodísticos. Pero también tuvimos bajas. Fue allí que nos separamos definitivamente de Patricio Castillo, cosa que nos creó algunos problemas, al principio, pero de la que rápidamente nos repusimos, pudiendo terminar nuestra larga gira sin contratiempos.

En Berlín, RDA, participamos en un importante evento, el Segundo Festival de la Canción Política, que fue nuestro primer contacto más profundo con un país socialista. En realidad, y a pesar de haberlos visitado casi todos, en el único donde nuestra música ha tenido una acogida importante, ha sido en la RDA. Esto se debe seguramente a la mayor proximidad cultural que existe entre nuestro país y Alemania. De todos los demás países, estamos muy alejados, y en ellos, nuestra música difícilmente puede atravesar la barrera del exotismo. En la RDA, en cambio, nuestro mensaje siempre ha encontrado una especial receptividad. Con esto tiene que ver también la existencia allí de un movimiento de la canción, muy similar al nuestro, aunque con una tradición que sigue otros derroteros. La canción política alemana tuvo una extraordinaria importancia en la época de Brecht, quien, junto aEisler, a Kurt Weil, y a otros músicos, hizo revivir, de un modo original, el lied alemán, adaptándolo a las necesidades históricas y políticas de la lucha antifascista y antimilitarista. Este repertorio, que podríamos considerar clásico de la música alemana de este siglo, ha influido bastante en Chile, a través de obras de algunos músicos, que, basándose en esta tradición, han querido recrear una experiencia similar en nuestro país. Toda la creación de canciones que se salen del plano estricto de la música popular, y que forman un conglomerado bastante numeroso en nuestro movimiento de la Nueva Canción, tienen que ver directamente con el nuevo lied alemán. El musicólogo descubrirá fácilmente la enorme cantidad de rasgos estilísticos que han pasado del lied alemán de este siglo a la música nuestra. Este interesante intercambio es lo que ha facilitado la comprensión de nuestra música en ese país, y nos ha permitido una relación más profunda con la juventud de ese pueblo.

Además de esto, está también el factor político: la RDA, cuya población tiene muy presente las desgracias del fascismo, ha sido especialmente solidaria con nuestra causa. El Festival de la Canción Política de Berlín, organizado por el Oktober Club, uno de los grupos más masivos de la canción existentes en ese país, se ha transformado con el tiempo, en un importante evento internacional, por el que han pasado muchísimos grandes artistas, como el propio Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa, Dieter Siverkrup, Floh de Cologne, Silvio Rodríguez, Miriam Makeba, y muchos otros. La experiencia del Oktober Club fue uno de los motivos por los cuales nosotros quisimos hacer algo similar en Chile, cuando, en 1972; creamos una especie de escuela, con la intención de masificar nuestra labor. Nuestra presencia en el Festival nos sirvió para conocer a muchísimos artistas, que, en los países más diversos, estaban haciendo algo muy similar a lo que nosotros queríamos lograr. Ese intercambio ha sido uno de los factores de la internacionalización de nuestra música, que, de otra manera, se hubiera quedado en el estrecho marco de nuestra realidad isleña. El Festival nos permitió conocer a muchos amigos, que, en sus países, han sido entusiastas agitadores de nuestra causa y de nuestra música, estableciendo lazos de hermandad entre músicos que han puesto su canción al servicio de buenas causas, como el antifascismo, el antirracismo, la independencia y la justicia social.

Conocer más de cerca los países socialistas, haber podido recorrer las provincias, en largas giras, por la URSS, la RDA, Hungría, Checoslovaquia, Rumania, haber podido hablar directamente con sus gentes, conocer sus problemas y sus inquietudes, nos ha dado una visión más objetiva del famoso problema del socialismo real. Frente a esto, nuestra actitud ha evolucionado con el tiempo. Al principio, viniendo de un país subdesarrollado, sin mucho conocimiento de la realidad europea, y con un sentimiento fuertemente antiimperialista -por lo demás, plenamente justificado por lo que ha sido nuestra historia de "venas abiertas", de explotación descarnada, de miseria y de injusticia- nuestra actitud era bastante acrítica, buscando lo bueno, incluso allí donde era evidente que había graves problemas. A veces, necesitamos ver el mundo de una cierta manera, y, como la capacidad más poderosa del hombre es la imaginación, somos capaces de ver vestidos de seda, donde hay harapos, y estrellas, allí donde hay cielos nublados con nubarrones tempestuosos. Para nosotros, los países socialistas eran una gran esperanza, otra posibilidad, otra salida para nuestra situación degradada: necesitábamos que allí todo fuera bueno, justo, acertado, no queríamos reparar en los defectos. Con el tiempo, esta visión idílica no podía sostenerse. El poder de la realidad, pero, además, una mayor madurez para encarar nuestras propias ilusiones, las cuales cada vez necesitan menos asideros reales para seguir siendo ilusiones, nos fue haciendo comprender que la ceguera puede transformarse en irresponsabilidad, y que nuestras esperanzas deben aprender a nutrirse de nuestras propias energías para inventar futuros.

Hoy día, frente a los países socialistas, nosotros asumimos una actitud crítica. No rechazamos todo, pero hay cosas con las cuales no podríamos estar nunca de acuerdo, especialmente, con aquellas que tienen que ver con nuestra propia situación de artistas, y, en primer lugar, con los atentados en contra de la completa e irrestricta libertad de expresión, que es el terreno único de donde surge el arte. El estalinismo ha hecho, y sigue haciendo, estragos, especialmente ahora en que pareciera haber sido superado. Los responsables políticos del movimiento comunista parecen convencidos de que esta falsa ideología ya ha quedado atrás. Nosotros creemos que en los países socialistas, ésta sigue imperando, y, en el fondo, es éste uno de los mayores obstáculos al desarrollo socialista: es cierto que allí hay realizaciones no despreciables en el ámbito cultural, la lucha contra el analfabetismo, la implantación de una estructura material de la cultura (museos, teatros, etc.), la superación de algunos problemas económicos (mantención de los artistas, ayudas a algunas de sus realizaciones, etc.), pero, desde un punto de vista social, siguen allí imperando la censura, la concepción obrerista y sectaria de la política, la represión en contra de los que no se alinean con las consignas oficiales, y muchas otras taras que no tienen ninguna justificación posible.

Nosotros mismos, hemos tenido que soportar algunas arbitrariedades, donde se revelan estos excesos. Por ejemplo, en la propia RDA, en 1971. En esa fecha, durante este mismo festival al que hacíamos alusión, fuimos contratados por la casa de discos oficial, para hacer una grabación con Isabel Parra. Cuando hablamos con los productores, decidimos con ellos todos los detalles de la salida del disco, e incluso, como acostumbrábamos hacerlo, los problemas concretos de presentación. Como era un disco, mitad nuestro, y mitad de la Chabela, decidimos poner una fotografía nuestra en una cara, y una de la Chabela en la otra. Pasamos toda una mañana, sacándonos fotos con Sibyle Bergemann, gran artista, que, seguramente es quien mejor nos ha fotografiado nunca. Los resultados fueron excelentes. Pero lo extraño es, que cuando salió el disco, en la carátula salió únicamente la foto de nuestra amiga. Sobre ella estaba impreso el nombre nuestro. Cuando volvimos a la RDA, algunos meses después, nos encontramos con esta sorpresa, y como el asunto nos intrigó, para saber qué había pasado, comenzamos a escalar de oficina en oficina, hasta encontrar por fin al responsable de las arbitrariedades. Su explicación fue simple: "La imagen de las barbas es un símbolo que nosotros no queremos difundir en nuestra juventud". Y todo esto dicho muy seriamente. "La juventud alemana es una juventud sana, y la revolución corresponde aquí a otra cosa, a la imagen de gente aseada y bien afeitada". Nosotros escuchamos esta explicación con la boca abierta, y viendo lo inútil que podrían haber sido nuestras protestas, nos largamos. Por supuesto, lo que nos molestaba no era el hecho de aparecer o de no aparecer en una foto -después de todo, una fotografía de la Chabela siempre será más agradable de ver que nuestras peludas caras de facinerosos-. Lo que era inadmisible, era que nuestra apariencia fuera censurada por un burócrata imbécil. Podemos imaginamos lo que deben sufrir los artistas que tienen que enfrentarse diariamente con este problema, que ya nada tiene que ver con si socialismo o si no socialismo, pues son las taras producidas por falsas concepciones aprendidas como catecismo, y aplicadas sin el menor sentido crítico. Este es un pequeño e insignificante ejemplo, pero en el que se revelan muchas cosas que ya no son tan insignificantes. Evidentemente, de experiencias como esta no se van a sacar conclusiones acerca del valor de un sistema social. Cuando adoptamos una posición crítica frente a los países socialistas, tenemos en cuenta todo lo que hemos visto, vivido y leído sobre el asunto. Estas sociedades europeas están basadas en una falsa comprensión del marxismo, que lo pone en contradicción con las fuerzas de la cultura. Lamentablemente, todavía no existe ninguna elaboración crítica que permita salvar lo positivo, condenando definitivamente lo negativo. Por lo general, no se ha entendido que el marxismo, como filosofía, no tiene sentido si no es ubicado dentro de la tradición milenaria del pensamiento humano, no puede ser él, el ordenador o el estructurador de esta tradición de la cual él es, en el fondo, un resultado. Sólo cuando se ubica al marxismo dentro de la Filosofía, o de la Ciencia, y no al revés, la Filosofía y la Ciencia dentro del marxismo, es que se comprenden bien las cosas. Pero esto no es tarea de este libro. Lo que queremos mostrar simplemente, son las razones que tenemos para tomar nuestras distancias con respecto a estos sistemas, aunque sin condenar en bloque, y maniqueamente, todo lo que en ellos se ha hecho. En estos países, encontramos muchísimos amigos, mucha gente que hoy día piensa como nosotros, y que, seguramente, están tratando de hacer cambiar las cosas. Lógicamente, en sistemas como ésos, los cambios son muy lentos, y hay que medir los resultados en largos años de conciencia, estudio o reflexión. Lo que sí es seguro, es que el maniqueísmo no arregla nada, ni de uno, ni de otro lado. En la medida en que las fuerzas de la cultura sigan vivas, la reflexión crítica seguirá abriéndose paso, y no hay por qué pensar que solamente hay evolución y progreso en uno solo de los polos de este mundo dividido en que vivimos. La cultura es el logos del diálogo, del diálogo entre ortodoxos y disidentes, del diálogo entre socialismo y mundo occidental. Quien se atreva a poner su esperanza en otra cosa, que nos avise, nosotros estamos deseosos de encontrar una salida para este terrible terreno de conflictos y desgarros. Lo que debemos condenar sin debilidad ninguna, es el estalinismo, y esto, no solamente como se ha hecho, como crítica a un hombre o a una gestión política e histórica (culto a la personalidad), sino como forma incorrecta de comprender la revolución, la lucha de clases, la sociedad capitalista, el conflicto socialismo-capitalismo, y toda la larga lista de errores ideológicos y teóricos que esta nefasta perspectiva implica. Las faenas de la cultura no pueden dejar de ser críticas frente a lo que ocurre hoy día en el mundo socialista, si no se quiere perder toda autoridad para criticar este mundo en que vivimos, en el cual tampoco todo es loable, y del cual también habría mucho que decir. Nosotros somos hijos de una enorme crisis de nuestra sociedad, el capitalismo descarnado y las fórmulas propuestas por los gobiernos norteamericanos, no nos acomodan en absoluto; después de años y años de terribles luchas, seguimos en la miseria, en la dependencia, y en la ausencia de justicia y democracia. El mundo que queremos está por inventar, para construirlo tendremos que tener en cuenta las dolorosas experiencias del estalinismo, pero también las no menos horribles del fascismo, y de nuestras sangrientas dictaduras; la democracia y la libertad son, como siempre, cosas por hacer, y una vez que hayamos conquistado por fin nuestros sueños, habrá que inventar otros, porque de nada sirve lo ganado, si no es para abrirse hacia otros territorios por ganar. ¿Que esto es desesperado? ¿Y creerá alguno todavía que la vida del hombre se consume en otra cosa que en su lucha y en sus sueños? ¿Quedan todavía ingenuos que piensen que llegaremos a construir el paraíso en la tierra? ¿Hay todavía quienes crean que podremos decir algún día, por fin: ¡nuestro trabajo está hecho, ahora descansemos!? Nosotros amamos lo que hacemos, buscamos cantar con razones, y razones para cantar. No quisiéramos que nada se termine; por el contrario, nos satisface plenamente el hecho de que siempre esté todo por hacer. ¿Y si no fuera así, qué otro sentido podría tener nuestra existencia? La lucha de clases es un deporte, no una cruzada maniquea. Tal vez hasta se pueda luchar a muerte, reconociendo la razón del enemigo. ¿Y el fondo dialéctico del marxismo (Marx escribió "El Capital", no "El Socialismo") no es precisamente esto?

En marzo de 1971, partimos a Cuba desde Madrid, y llegamos al país, antes de llegar. Bastó que nos subiéramos al pequeño avión a hélice, atestado de pescadores que volvían a la patria después de haber pasado varios meses pescando en las costas africanas, para sentirnos de inmediato en la tierra de Fidel. El largo y accidentado viaje, que nos llevó primero a las islas Azores, para después cruzar hacia Canadá, porque el Atlántico estaba lleno de temporales, fue toda una fiesta, protagonizada por estos trabajadores que se atropellaban para contarnos cómo era Cuba. Cuando las auxiliares nos entregaron a cada pasajero un habano, las expresiones de júbilo redoblaron. Rápidamente, la angosta cabina se llenó de humo, que, fumadores y no fumadores, tuvimos que aspirar como si fuera el máximo placer sobre la tierra. Cantando guajiras, fumando y tomando ron, descendimos en La Habana.

En el aeropuerto, la recepción fue calurosa. Abrazos, daiquiris, y hasta boleros interpretados por uno de esos tríos característicos que han popularizado este tipo de canción caribeña en todo el continente. Una vez resueltas las formalidades de tránsito y aduana, nos dirigimos de inmediato al legendario Habana Libre, aprovechando el trayecto, para comenzar a habituarnos a la idea de un socialismo latinoamericano: grandes carteles con consignas revolucionarias, imágenes del Che, de Fidel, saludos de bienvenida, todo esto en un marco familiar de caseríos, palmeras y calles de barrio, como pueden encontrarse en casi todos nuestros países. Enormes Buick o Chevrolet, con los neumáticos desinflados, y las latas a mal traer, abandonados junto a las calzadas, polvorientos e inútiles. En lo demás, una hermosa ciudad moderna, junto al mar, con bellos edificios de espaciosos balcones abiertos a un cielo azul y a un sol ardiente. La revolución aparecía de repente, en la plaza de ese nombre, en las consignas, en las enormes explanadas, que en los documentales habíamos visto, siempre llenas de multitudes, agitando banderas y avivando los discursos de Fidel. Pero no vamos a hacer el relato general de este viaje, en el que tendríamos que detenernos largamente para resumir todo lo que allí vivimos. Queremos simplemente contarles lo que tuvo directamente que ver con nuestro oficio.