LA REVOLUCION Y LAS ESTRELLAS

OTROS VIAJES (2)



Tal como era de esperar, la revolución había desplegado variadas iniciativas, con el objeto de favorecer todas aquellas expresiones artísticas, que, durante el régimen anterior, habían existido a la buena de Dios, y que estaban más cercanas a lo popular. La música ha sido siempre una de las grandes riquezas de la cultura popular cubana, y nuestra visita fue una oportunidad para conocer de más cerca su desarrollo bajo las nuevas condiciones. Estuvimos con muchísimos conjuntos de música folklórica, cultivadores del punto y del contrapunto campesino, típica forma proveniente de España, que existe bajo otras modalidades, en casi todos los países latinoamericanos. En el nuestro, por ejemplo, esta forma tiene su centro, más en la poesía, que en la música, y está representada por las famosas "payas", en las cuales dos cantores se enfrentan en un duelo de versificaciones cuadradas en décimas. En Cuba, a esta música se ha unido la fuente africana, para dar como resultado, los ritmos más característicos de la isla: la guajira y el son. Pudimos también conocer a varios conjuntos de baile, que nos enseñaron las macumbas cubanas, surgidas de los ritos africanos, y los espectaculares trajes y personajes nacidos de esta tradición de leyendas y cantos, cuyo origen se pierde en la noche del tiempo. En estas reuniones, por supuesto, nunca faltaban las demostraciones de cha-cha-cha o de rumba, que son dos de los grandes aportes de Cuba a la música bailable. Lo interesante es, que en Cuba, la música popular se confunde casi con la música folklórica, dándole a esta última un arraigo profundo, y una vitalidad que no tiene en todos los países de América Latina.

Conocimos también algunos representantes del movimiento del "feeling", la canción romántica, César Portillo de la Luz y José Antonio Méndez, quienes habían popularizado muchísimos boleros, cantados en nuestro país por Lucho Gatica. Dicho sea de paso, es raro que el bolero todavía no haya encontrado un Borges, que lo valorice como importante manifestación de la cultura popular. Su hermano, el tango, ha tenido mejor suerte, y ha sido recuperado por una interpretación literaria.

La música cubana tuvo siempre gran importancia en América Latina, pero el bloqueo impuesto por los norteamericanos, interrumpió el estrecho contacto que existía entre ella y los demás países, restringiendo considerablemente su influencia. A pesar de ello, desde fines de los años 60, ella ha vuelto a dar muestras de gran creatividad, a través de lo que se ha llamado, la Nueva Trova Cubana. En ese momento, este tipo de música estaba recién comenzando, y sus representantes más connotados, Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, tenían todavía dificultades para imponerse. Felizmente, sus esfuerzos no fueron en vano, y encontraron un eco institucional en la Casa de las Américas y en el ICAIC, organismos que impulsaron este tipo de canciones, que hoy día irradian su influencia desde Cuba hacia todos los países de habla hispana.

La Nueva Trova coincidía casi exactamente con nuestros propósitos, aunque, por la situación de Cuba y las tradiciones típicas de ese país, ellos no provenían del folklore, como nosotros, sino de la música popular. Aunque fuera paradójico, se advertía en estas canciones una gran influencia de la música norteamericana en sus versiones más serias y poéticas, Bob Dylan, por ejemplo, cosa de la cual nosotros, entonces, estábamos muy alejados. La patria y el amor, eran los temas clásicos de la antigua trova, de la que ésta nueva quería ser seguidora. Las canciones revelaban una gran riqueza de lenguaje, que entonces, metidos como estábamos en una lucha muy consignista, no supimos apreciar en su justo valor. Tomábamos algunos recovecos de lenguaje como barroquismos innecesarios; el tiempo nos mostró las limitaciones de nuestro punto de vista, aunque nos excusa el hecho general de que la comprensión de un lenguaje está siempre determinada por la situación que uno está viviendo. Lo que nunca hemos entendido del todo, es cierta manera culpabilizadora del culto al héroe que se revela en algunas canciones de la trova, por ejemplo, en "La vida no vale nada", frase terrible, con la cual difícilmente podríamos estar de acuerdo, o ciertas implicaciones políticas demasiado cargadas hacia el ultraizquierdismo (guerrilla, fusil, muerte, etc.). Todo esto, dicho con el mayor respeto al aporte que ha significado este movimiento para toda la música latinoamericana. Hoy día, las canciones de la trova han jugado un rol incontestable en la propia lucha de los chilenos por reconquistar la democracia, y han influido en la creación de los nuevos compositores, en todo el continente.

En Cuba recorrimos muchas ciudades y pueblos, y aunque nuestra gira duró solamente un mes, vimos la revolución por dentro, es decir, trabajando en ella. Nos dimos cuenta de sus logros y de sus problemas, los que, felizmente, los cubanos no esconden; pudimos comprobar que la verdadera fuerza de un proceso como aquél, reside, principalmente, en la forma como el pueblo se siente concernido por los cambios. Los logros materiales de una revolución, difícilmente pueden demostrarse en lo inmediato, especialmente cuando éstos tienen que ver con los aspectos concretos de la vida. Por lo general, los avances más espectaculares se dan en niveles estrictamente sociales, Seguridad Social, medicina, educación, etc. El estándar de vida, que tiene que ver con las pequeñas satisfacciones cotidianas, muchas veces tiene que ser sacrificado por otras necesidades más urgentes, lo que fácilmente puede provocar descontento. Si la revolución no tuviera fuertes motivaciones humanistas, difícilmente sería aceptada por el sector menos politizado de la población. En Cuba, a diferencia de otros países socialistas, los factores patrióticos, ideológicos y políticos, le han dado al proceso un importante sostén, que, de no haberlo tenido, lo habrían hecho fracasar hace ya mucho tiempo.

Nosotros pudimos ver estas motivaciones subjetivas, en la gente con la cual trabajamos, trabajadores jóvenes que hacían funcionar los teatros, con pocos medios económicos y técnicos, pero que sabían suplir estas deficiencias con un empeño a toda prueba. La voluntad de hacer las cosas bien era muy fuerte, y denotaba una pasión conmovedora, que quería vencer, a toda costa, las enormes dificultades que imponía el bloqueo, la guerra económica y el aislamiento político. Por estas razones, y por muchas otras, no estamos descontentos de que haya sido este proceso y este pueblo, los que, en un primer momento, nos inspiraron esta aventura de canción y de revolución. Lo cual no nos hace ciegos ante los problemas que en la propia Cuba se han planteado.

Cuando llegamos, nos encontramos al mundo de la cultura en pleno proceso de discusión. El problema de Padilla era asiduamente discutido por intelectuales y artistas, y durante nuestra estadía tuvo lugar el Congreso de la Cultura, en el cual se analizaba el rol de la cultura en el proceso revolucionario. Entre estos problemas, había uno que nos interesaba especialmente, y que, en cierto modo, estábamos ya comenzando a vivir con gran intensidad en Chile: el de cómo hacer un arte que naciera de un íntimo contacto con el pueblo y su realidad. En este sentido, había una tendencia en Cuba a crear obras a partir de la relación directa con el pueblo. Silvio Rodríguez se había ido a vivir con los marineros, a compartir su trabajo y sus experiencias con ellos, y el grupo de teatro del Escambray se había trasladado a la Sierra, con el objeto de crear sus obras a partir de la vida misma de los campesinos. Estas experiencias nos interesaban, y algunos trataron de rehabilitarlas en Chile. El grupo de Escambray había conseguido interesantes resultados, buscando que los mismos protagonistas de la vida, fueran creando las obras de teatro, que, después, observaban. Esto, al mismo tiempo que hacía del teatro una forma directa de expresión de los trabajadores, iba transformándolo en un órgano necesario, cosa importantísima y decisiva en medios como los nuestros, en los que el pueblo apenas sabe para qué puede servir el teatro. Participando en la construcción de la obra, los campesinos iban comprendiendo la estructura del teatro como una exigencia interna, y asimilando fácilmente su lenguaje y sus recursos.

Esta necesidad de vincularse con el pueblo directamente, no debe verse como una directriz política partidista, pues salir del círculo elitista, que ha sido hasta ahora su base de sustentación, es una exigencia esencial para todo el arte latinoamericano. El arte no puede existir, si no posee la legitimidad que le da el pueblo, por eso, sólo lo popular puede ser terreno fértil para iniciar la siembra. Así ha sido siempre en la historia, y así seguirá siendo, aunque, a partir de este basamento, en las distintas épocas, sigan surgiendo élites que necesiten de un arte más evolucionado. En el fondo, no hay que hacerse ilusiones al respecto, las formas elitistas del arte nunca terminarán, y, menos aún, cuando se generen y amplíen las formas más desarrolladas. Mientras más evolucionado es un arte, más supone como condición de su existencia, la pirámide del arte popular. El problema nuestro es que nuestro elitismo tiene como base el arte popular europeo, y no el nuestro. Esto lo decimos, para que no se nos tome como defensores ciegos de lo populista o de lo popular. Constituir sectas, cualquiera que éstas sean, no nos interesa; desautorizar la existencia de una corriente artística, por elitistas que sean sus propósitos, tampoco.

El intento de buscar los contactos directos, era una forma interesante de abordar estos problemas, pero no la única. Si para entronizar el arte en el pueblo, la solución sea irse a vivir o no con los trabajadores, es cosa de opción, y no una necesidad que brote del problema. Neruda no necesitó esto para arraigar su poesía en nuestra realidad. Por otro lado, tampoco basta una temática obrerista, para darle a una obra un carácter popular; puede que se conozcan al dedillo, las costumbres, los usos campesinos o los giros lingüísticos populares, y no por ello el resultado dejará de ser elitista; lo decisivo es que el arte revele o invente una realidad vivible.

Una tarde, cuando ya estábamos de vuelta en La Habana, los encargados de nuestra estadía vinieron a avisarnos que esa noche nos habían preparado un programa especial, que comeríamos en un lugar muy escogido, y que teníamos que estar listos para salir un poco antes de nuestra hora habitual de comida en el hotel. Como estábamos bastante cansados después de nuestra larga gira por las provincias, y, además, como las comidas del La Habana Libre ya nos tenían aburridos, la idea nos pareció excelente, y a la hora señalada, estuvimos todos en la puerta del hotel. Llegaron nuestros amigos, en un pequeño bus que nos habían asignado, y partimos todos en dirección de uno de los barrios más hermosos de La Habana, lugar que, antes de la revolución, había sido residencia de grandes magnates cubanos y norteamericanos. Estas lujosas mansiones cumplían hoy día una función social muy diferente, algunas transformadas en colegios, otras en edificios públicos, y otras en residencias de estudiantes de provincia. Después de recorrer calles muy amplias, con hermosos árboles y jardines, nos detuvimos frente a una gran casa, que, por su estilo modernista, debía haber pertenecido a algún millonario de mal gusto: curvas de cemento, grandes terrazas rectangulares, y vastos ventanales, que daban a un jardín muy bien cuidado. La ausencia de parroquianos, nos indicó de inmediato que no se trataba de un restaurant. Entramos en ella, y después de atravesar algunas habitaciones, salimos a un gran patio, con una amplia terraza. Los cubanos nos explicaron que tendrían que ausentarse por unos momentos, y que, mientras volvían, podíamos esperarlos en ese jardín. Nos dispersamos entre los árboles y las flores, dispuestas con un gusto que contrastaba con el estilo de la casa, y, después de husmear unos momentos por aquí y por allá, volvimos todos a reunimos en la terraza, junto a una de las entradas. Así estábamos, tratando de adivinar cuál sería la sorpresa, cuando, súbitamente, atravesó la puerta un hombre de importante estatura, vestido con traje de soldado, barbudo, con botas de cuero, y seguido por una comitiva de soldados vestidos igual que él: era Fidel Castro. "De modo que ustedes son aquellos que nosotros embarcamos con nuestras barbas", nos dijo, con su marcado acento cubano, mientras nos iba saludando, uno por uno. "Vestidos con ponchos negros, ustedes deben parecer curas", agregó. Después de los saludos, nos sentamos todos en la terraza, y comenzamos una conversación, que duraría hasta las cinco de la mañana. Con Fidel, venían además dos dirigentes del Partido Comunista chileno, que también estuvieron presentes.

Lo primero que nos impresionó de Fidel, fue su tamaño. Ya antes, en las fotografías, nos había parecido un hombre bastante corpulento. Recuerdo una foto muy cómica, en que aparece sentado junto a Sartre, que está entrevistándolo. Los zapatos de este último están justo al lado de las botas de Fidel, lo que facilita la comparación. Estas, aparecen descomunales, y Fidel, como un gigantón que parece venir de otro planeta. Esta misma impresión de exuberancia, la corroboramos allí; su presencia llenaba el recinto, moviéndose de un lado a otro, haciendo las presentaciones, y conversando con gran naturalidad. No había en su conducta formalidad alguna, seduciendo a su entorno, con mucha simpatía y liviandad. Daba la impresión de que con él se podía abordar cualquier tema, nada parecía serle ajeno, y sentía una gran curiosidad por todo lo que podíamos contarle. Además, como todo gran conversador, ponía mucha atención en sus interlocutores, llegando en nuestro caso, al extremo de aprenderse nuestros nombres, mientras nos miraba con ojos muy vivaces, escuchando sin que se le escapara ningún detalle. Se mostró vivamente interesado por nuestro movimiento de la canción, conocía a Violeta Parra y había escuchado algunos discos de música chilena, entre los cuales, nuestro "Por Vietnam". Como se hacía de noche, entramos al salón, y ahí mismo, con Isabel Parra, improvisamos un pequeño concierto, para darle una idea más clara de lo que hacíamos.

Nuestro encuentro con Fidel se vio enriquecido, además, por otra circunstancia: por esa época, un escritor cubano se encontraba recogiendo datos para hacer su biografía. Como Fidel no podía consagrarle un tiempo especial para contarle su vida, este señor lo acompañaba por todos lados, y el dirigente cubano aprovechaba cualquier instante para relatarle tal o cual aspecto de su historia, respondía a sus preguntas, y hacía recuerdos según ellos fueran apareciendo en la conversación. La presencia de este escritor, nos permitió conocer por boca del propio Fidel algunos relatos muy interesantes. Se tocaron los problemas del Congreso Nacional de la Cultura y la Educación, y otro caso, que después ha dado que hablar, y del cual nosotros tenemos una versión de primera mano: la expulsión de Cuba del escritor chileno Jorge Edwards, que había sido enviado allí por el gobierno de Allende, con el objeto de preparar la abertura de relaciones diplomáticas entre los dos países.

Después de las canciones, nos sentamos todos a comer, alrededor de una mesa de familia, en el comedor de la casa. Fidel, en la cabecera, nos informaba sobre la realidad económica de Cuba, y se mostraba especialmente contento y orgulloso del vuelco que había tenido la agricultura de su país, bajo su mandato, en especial, los adelantos espectaculares de la ganadería, de los cuales conocía todos los detalles. Hablaba un poco como aquellos dueños de fundo que salen a recorrer sus campos, y que conocen al dedillo todos los problemas de su región: habían importado unos toros de Holanda, que habían salido excelentes reproductores, y con los cuales esperaban aumentar aún más la producción. Estas medidas habían tenido como consecuencia, lo que él llamaba con entusiasmo, "el milagro del queso", producto que, por primera vez en la historia de Cuba, iba a comenzar a ser exportado hacia Europa. Nos decía, que antes de la revolución, la única vaca que había en la isla, estaba en el zoológico. De pronto, con inquietud, nos preguntó: "¿Pero ustedes, han comido nuestro queso? ¡Cómo no les has traído queso, chico!", decía, regañando a uno de los tipos que servían en la mesa. Se paraba él mismo, y desaparecía por la puerta que daba a la cocina. Al cabo de unos momentos, volvía con una bandeja llena de quesos, insistiendo en que no podíamos dejar de probarlos. Comiendo, nos explicaba cómo se hacían los diferentes tipos de quesos, y sus ventajas e inconvenientes para la producción cubana. A pesar de estos detalles técnicos, la conversación era entretenida, y siempre en tono divertido. Se cambiaba con facilidad de tema, pasando sin transición de estas cuestiones, a cosas relativas a la cultura chilena y a la literatura latinoamericana, que él parecía conocer bastante bien. Cuando más tarde nos despedimos, pudimos constatar que el auto en que viajaba estaba atestado de libros, no sólo obras técnicas, sino también algunas novelas. Se notaba que aprovechaba al máximo los tiempos muertos de sus desplazamientos.

En cierto momento de la conversación, Fidel recordó, con bastante emoción, el valor que habían desplegado los comunistas en las luchas sociales de América Latina, en especial, los momentos más heroicos de la abnegada lucha del Partido Obrero Socialista de Cuba, y los atroces crímenes de Batista y su temible policía política. Nos hablaba en tanto que comunistas, aunque su valoración de todo esto era bastante equilibrada, sobre todo, tomando en cuenta que durante la época de Batista, Fidel estaba en otras posiciones, trabajando por su propio movimiento. En realidad, su mirada estaba lejos del pequeño partidismo, y su discurso lo mostraba como un verdadero político a la escala histórica, atravesando la contingencia, y teniendo siempre en cuenta el destino general de América Latina. Esa palabra, América Latina, sonaba en sus labios de un modo particular, parecía entenderla, no sólo como una determinada región geográfica o una comunidad de pueblos con la misma lengua, sino como algo que él parecía avizorar allá lejos, y que esa noche, a través de su mirada, nosotros alcanzamos a percibir algo así como una nueva posibilidad de ser humano, la única y verdadera que nosotros finalmente teníamos. Fidel podrá estar equivocado en esto o en aquello, pero nadie podrá negar su grandeza de miras, y su facultad de hacer política latinoamericana.

Al día siguiente, volvimos a encontrarlo en el mismo lugar, y antes de volver a Chile, hubo todavía una tercera vez. En todas estas ocasiones, estuvimos largas horas conversando. Relatar todos los detalles de estas conversaciones, en las que aparecían siempre muchas anécdotas de su vida, sería interminable. Nos contó, por ejemplo, las peripecias de su educación, en un colegio de jesuitas, y las protestas de su espíritu tempranamente rebelde frente a las exageradas normas disciplinarias que les imponían; sus primeros enfrentamientos de palabra con un cura, que allí enseñaba, y que era la encarnación de todos los valores burgueses que él repudiaba; su vida en el latifundio de sus padres, que eran unos terratenientes cubanos; los sabrosísimos entretelones de los preparativos al asalto del Cuartel Moncada, en los cuales había tomado parte, sin saberlo, un abogado ricachón, amigo de la familia. Como Fidel también tenía esa profesión, había estado trabajando en el gabinete de este señor, y, junto a un colega, habían encontrado una inmejorable fórmula para ganar dinero para la revolución. El potentado de marras tenía una gran confianza profesional en Fidel, y le había entregado la contabilidad de algunos negocios importantes. Como el tipo había partido de viaje, y además, no sabía nada de números, no había costado nada falsear las cuentas, y Castro con su amigo, durante algún tiempo, estuvieron haciendo importantes compras de armas, gracias a la involuntaria generosidad del empleador.

Nos contó también de su época universitaria, cuando los policías de Batista asesinaban impunemente a los dirigentes universitarios, haciéndolos desaparecer. A él y a su amigo los tenían fichados, y les costó trabajo y coraje salvar el pellejo. La represión de esos tiempos era cosa seria. En una de las huelgas, que los estudiantes habían organizado para protestar contra la dictadura, él había sido convocado por el jefe de la policía y amenazado de muerte. "Si te apareces por la Universidad, te vamos a matar", le habían dicho. La asamblea estaba convocada, y se lo anunciaba a él como orador. Su destino de dirigente estudiantil y de combatiente revolucionario lo ponía ante la disyuntiva de ir o no ir: su ausencia habría sido tomada por los estudiantes como una cobardía, su presencia podía significarle la muerte. Finalmente, se presentó, y se puso a la cabeza del movimiento estudiantil. Este acto suyo había atemorizado a los propios policías, que no se atrevieron a cumplir su amenaza.

Fidel relataba estas cosas, hablando con emoción, y dando muestras de su talento literario: hacía aparecer ante nosotros los más finos detalles de su historia, los paisajes, los personajes, y con tal claridad, que todavía hoy, a quince años de distancia, siguen vivos en nuestra memoria. Hablaba de sí mismo sin falsa modestia, ni exagerada vanidad, como si su personaje principal fuera, la situación que relataba y la enseñanza que se podía sacar de ella, como si todo lo que a él, como individuo, le había ocurrido, se incluyera dentro de una historia más general, como si él mismo, no fuera sino una cristalización de una realidad trascendente, que le daba sentido y significación a su vida. Creo que esto es lo que se llama, comúnmente, conciencia histórica.

Uno de los momentos más emocionantes de estas conversaciones, fue el relato que nos hizo de algunas escenas de la lucha en la Sierra, y, en especial, una historia que nos contó en todos sus detalles, y que parecía haber tenido una especial significación para él.

Los guerrilleros tenían necesidad de estar siempre en contacto con los campesinos, quienes eran, en verdad, los que sostenían materialmente la guerrilla. Eran estos últimos, los que daban las informaciones precisas acerca de las posiciones del ejército de Batista, además de proporcionarles los alimentos y parque, indispensables para continuar la lucha. Había un campesino, que siempre había cumplido este papel de enlace, y en el cual, todos tenían plena confianza por ser un hombre probado, pero con el tiempo, los combatientes comenzaron a acumular razones para sospechar de él. Cada vez que bajaba de la sierra a cumplir sus funciones de contacto, llegaban los militares, la guerrilla era cercada, y el campamento corría peligro. Una noche, mientras los otros cumplían funciones de reconocimiento, este tipo había insistido en quedarse con Fidel. Como ya el hombre se había convertido en sospechoso, Fidel pasó toda la noche envuelto en los más extraños presentimientos. Como habían tenido que dormir muy cerca, el uno del otro, en este ambiente de pesadilla, cada vez que Fidel, semidespierto, miraba hacia donde se encontraba el campesino, lo veía desvelado, con los ojos muy abiertos, y acariciando la pistola que tenía en sus manos. Esta extraña situación duró hasta la madrugada, en que la llegada de los demás guerrilleros los hizo levantarse. Cuando se encontraban disponiendo ya el programa del día, comenzaron a escuchar ruidos de aviones que se aproximaban al campamento. Se trataba de un sorpresivo ataque aéreo, y los aviones, por lo certero de sus golpes, parecían tener la exacta información del lugar en que se encontraban. Como nadie sino el tipo había bajado a los pueblos del llano, no cabía duda alguna de que los estaba traicionando. Los guerrilleros fueron rápidamente cercados, y estuvieron a punto de ser aniquilados; sólo la pericia y el conocimiento del terreno pudo salvarlos, pero esto, a costa de graves pérdidas. El campesino fue considerado prisionero, y al otro día, cuando pudieron por fin encontrar un nuevo refugio, fue juzgado. La condena fue la máxima, porque el inculpado, finalmente, confesó su traición, y aunque solicitó clemencia, la gravedad de su falta era demasiado grande como para perdonarlo.

Cuando nos contaba esta historia, Fidel hablaba de una extraña manera; no podía olvidar que este mismo tipo había estado pensando en matarlo durante toda la noche sin atreverse a hacerlo. No podía explicarse qué lo había detenido en esos momentos críticos en que el destino de Cuba estaba en sus manos. Al escuchar este apasionante relato, se hicieron algunas consideraciones acerca de los misterios de la premonición, y de cómo uno, a veces, es capaz de percibir, inconscientemente, formándose una impresión que se adelanta a los hechos. Fidel terminó su historia, contándonos que una vez que el traidor fue juzgado, ninguno de los compañeros se había atrevido a matarlo. Tuvieron que hacer una votación para decidir quién cumpliría la sentencia. Ninguno podía olvidar los tiempos en que el individuo había colaborado con ellos. Pero no podían perdonarlo, hacerlo, significaba relajar completamente los vínculos entre guerrilleros y campesinos; la traición no podía esconderse, se sabría en la región, probablemente ya se sabía. El traidor estaba al tanto de los futuros planes de la guerrilla, conocía al dedillo todos los escondites, había atentado contra la vida de todos, había causado la muerte de algunos, y había confesado que, desde hacía algún tiempo, los soldados de Batista le pagaban por sus informaciones. Por la cabeza de Fidel le habían prometido una enorme suma. Los guerrilleros no pudieron hacer otra cosa que echar suertes, y el elegido se encargó de ejecutar la triste sentencia. Allí, en medio de la selva, y bajo una tormenta que se desencadenó como a propósito sobre el campamento, el hombre fue ajusticiado. La pintura de esta escena hablaba de un cielo atormentado, lleno de nubes negras, los árboles remecidos por el viento, la lluvia que caía a borbotones, como una maldición, los rayos que iluminaban a veces fantasmagóricamente la escena, y el campesino, hincado junto a un árbol, implorando perdón, mientras el desconocido guerrillero, cuyo nombre no fue pronunciado, con los ojos llenos de lágrimas, le ponía la pistola en la nuca. La justicia es terrible, pero no había otra escapatoria; eran demasiadas cosas las que estaban en juego. Felizmente, esta justicia había tenido también otra cara: más tarde, los hijos de este hombre habían sido tomados a cargo por la revolución, y educados como los hijos de cualquier otro revolucionario. Hoy día son excelentes ciudadanos de Cuba. Nos contaba Fidel que ellos nunca han sabido la triste historia de su padre, y que siempre han pensado en él, como en uno de los tantos héroes que cayeron en el combate.

Estos relatos nos convencieron de que si Fidel no hubiera hecho la historia, seguramente la habría escrito. Lo divertido es que, mientras iba relatándonos estos hechos, con un lápiz que tenía en la mano, nos iba dibujando sobre el impecable mantel, las posiciones y los desplazamientos de los distintos personajes de la historia. Cuando nos contaba el momento en que fueron sitiados en la Sierra, con pequeñas rayitas nos iba mostrando los movimientos de los soldados, y los desplazamientos de los guerrilleros que habían atravesado la montaña para salvarse. "Por aquí llegó el avión de reconocimiento y nosotros, que estábamos escondidos aquí, detrás de este montecillo, como no teníamos otra escapatoria, salimos por acá". Y zas, raya para un lado, y raya para el otro, como si el mantel fuera una blanca pizarra. Al final, el enredo de líneas era tan grande, que hubo que cambiar de mantel, porque ya no entendíamos nada.

Cuando nos escuchó, se mostró muy interesado en el sentido latinoamericanista de nuestro proyecto. Las consecuencias culturales del boicot le preocupaban, y nos preguntó si había alguna manera de trasladar la experiencia de nuestro movimiento de la canción a la juventud cubana. "¿Cómo se podría aprender lo que ustedes hacen?", nos preguntó. Respondimos que era fácil, y que justamente estábamos pensando en transmitir nuestra experiencia hacia grupos más jóvenes que se interesaran en ella. "¿Y podrían ustedes enseñarles estas cosas a un grupo de jóvenes cubanos?". Claro que sí, respondimos. "¿Y cuánto tiempo se demorarían?". Alrededor de seis meses, dijimos, haciendo un cálculo rápido. "Muy bien", nos dijo, "entonces, en algunas semanas más, les enviaremos a Chile un grupo de jóvenes para que ustedes trabajen con ellos". Y, efectivamente, al cabo de tres meses de nuestra vuelta a Chile, recibimos a un grupo de cubanos, que estuvieron en nuestro país aprendiendo nuestra música. Hicimos un plan de trabajo con Víctor, con el Inti-Illimani y el grupo Aparcoa, y de esta estadía salió uno de los actuales grupos más prestigiosos de la Nueva Trova, el Manguaré, que ha sido un puente entre la música del sur y la música cubana. Esta experiencia fue muy importante para nosotros, porque a través de ella, pudimos constatar que lo nuestro era transmisible, lo que nos permitió generalizar, más tarde, este trabajo hacia los jóvenes chilenos. Cuando despedimos al Manguaré de Chile, la calidad de este grupo era tal, que fue posible presentarlo en el Teatro Municipal de Santiago, en un hermoso recital, en el cual interpretaron la "Cantata Santa María de Iquique". Habían aprendido a tocar la quena y el charango, y eran expertos en cuecas, zambas, tonadas y chacareras.

La conversación con Fidel siguió muchos derroteros. El famoso problema de Edwards, por ejemplo, ocupó un buen momento. El escritor chileno tenía muchos amigos en Cuba, entre ellos, el poeta Heberto Padilla, quien aparecía entonces como el centro de la disidencia. Sus vinculaciones con él, y con otros escritores y artistas, que en ese momento tenían problemas con el gobierno cubano, provocaron sospechas, hasta el punto que la policía comenzó a ocuparse del asunto. Edwards se encontró en una difícil situación; como diplomático, tenía la obligación de guardar las distancias frente a este tipo de movimientos críticos, pero como escritor, se sentía directamente concernido. Al final, no supo reglar su actividad pública en función de la misión que tenía, y sus frecuentaciones produjeron un gran malestar en las autoridades cubanas. Es verdad, que, según nos contó el propio Fidel, la policía lo hizo caer en varias celadas, llegando a ponerle un agente femenino, cuyos encantos le hicieron cometer más de alguna imprudencia. Estos métodos no eran del todo santos, como tampoco las escuchas telefónicas o los micrófonos en el hotel, pero les sirvieron a los cubanos para juntar suficientes antecedentes como para solicitarle al gobierno chileno que lo relevara de sus funciones. Lo único que puede excusar a los cubanos en este tipo de asuntos, es la difícil situación política que han vivido desde el comienzo de la revolución: un país asediado, cuyos dirigentes están continuamente expuestos a maniobras de la CIA, y cuya situación interna no es siempre fácil de dominar. Del diabolismo de los agentes norteamericanos, nosotros tenemos suficientes pruebas, como para no poder ver estas cosas con excesivo maniqueísmo. Es verdad, sin embargo, que estos hechos plantean el difícil problema del conflicto entre la razón de estado y el respeto al individuo. ¿Cómo resolverlo? ¿Quién tiene la fórmula justa en este mundo, estremecido por todos lados por una sorda guerra de poderes? ¿Cuáles son los deberes de un diplomático, hasta dónde debe entrar en los debates internos del país en el que está, cuáles son los límites de la acción policial? No es fácil responder.

Hay que decir que la versión que el propio Edwards dio de este bochornoso suceso, contiene una buena dosis de su imaginación de escritor. Leyendo su libro, uno se imagina a Fidel, el mismo que entró a La Habana encaramado en los tanques de la revolución, enfrentándolo con una conciencia culpable, y buscando explicaciones, sin atreverse a responder a sus acusaciones. Esto es un poco ingenuo. Lo que contó Fidel fue diferente: me lo imagino pidiéndole cuentas, con todos los antecedentes policiales sobre la mesa, más curioso que enojado, y esperando las explicaciones que pudiera darle nuestro diplomático. Pero tampoco creo que Edwards no haya sabido salir del paso. En todo caso, él fue declarado persona non grata, y partió a París, donde lo esperaba su amigo Pablo Neruda, con quien trabajaría durante todo el tiempo en que este último ejerció su cargo diplomático.

Cuando nosotros llegamos a París, fuimos invitados por el poeta a almorzar en la embajada. En la intimidad, quisimos contarle lo que Fidel nos había relatado sobre este problema. Neruda nos paró en seco: "No quiero saber nada", nos dijo, "conozco perfectamente la perfidia de los policías cubanos". Y pasó a otro tema. Teníamos bastante de qué reírnos, como para embarcamos en historias desagradables.

La visita a Cuba, la visión más realista de la revolución, nos convenció de que no se debe adscribir a un proceso, como si la historia concreta fuera la encarnación de un ideal. Nuestra época ha sido bastante ciega en esto, y nos ha acostumbrado a pensar en términos de modelos de sociedad, como si la realidad pudiera ser una prueba para validar nuestros sueños. En verdad, lo que demuestra la historia es precisamente lo contrario. Los hombres elaboran sus utopías, sin tener mucho en cuenta las experiencias de los otros hombres. Ni siquiera el más estruendoso fracaso de las experiencias socialistas podría nunca invalidar el sueño de una sociedad socialista. La utopía no reside en lo que hayan o no hayan hecho otros, sino en la propia capacidad de pensar un mundo o una sociedad mejor. Los ideales políticos surgen en los pueblos como necesidades intrínsecas de sus realidades, y no como comparaciones con los procesos de otros pueblos. Este modo ingenuo de poner sociedades como modelos, nace de una falsa concepción del internacionalismo, que ha conducido a la exigencia militante de idealizar hasta la bobería lo que se piensa como encarnación de la propia utopía. Es mejor fundar el ideal en el suelo propio, y no andar bizqueando para el lado. Esto no significa despreciar lo que otros puedan hacer, pero en el fondo, la fuerza de un ideal sólo puede residir en las potencias de renovación social propias de un pueblo, sólo éstas pueden explicar que un país se eche a caminar por una senda hasta entonces inédita. Todos los procesos sociales son eminentemente nacionales, responden a particularidades que no se darán jamás en otros países. Cuba no puede, ni debe, ser vista como modelo, y su rol histórico en el proceso independentista de América Latina tiene que ser valorado tomando en cuenta su especificidad.

Una correcta valoración de Cuba, no tiene por qué adscribir a todo lo que la revolución cubana ha hecho en su historia, como tampoco hacerse cargo de los errores cometidos, aunque estos mismos no dejan de concernirnos, en cuanto la historia común no sólo hace camino con los* pasos positivos, sino también con las influencias muchas veces terribles que uno de nuestros procesos puede tener. Nuestra propia historia chilena ha dejado una huella dolorosa en los demás países latinoamericanos, echando por tierra muchas de las esperanzas que se pusieron en ella.

Hoy día, no podemos estar de acuerdo en bloque con ninguna sociedad existente, todas tienen defectos, todas dejan que desear. En Cuba, tuvimos experiencias extraordinarias, pero otras que no lo fueron tanto: supimos de la situación de los homosexuales, por ejemplo, que, inexplicablemente, fueron reprimidos como si se tratara de una plaga, o la misma represión en el campo de la cultura, de la que han sido víctimas los propios revolucionarios. Al respecto, puedo recordar que durante nuestra estadía, algunas de las personas que nos atendían, nos sugirieron que no entráramos en relaciones con Silvio Rodríguez, porque en ese momento, él estaba políticamente cuestionado. Como teníamos a la vista el problema de Edwards, nos mantuvimos a distancia. Por supuesto que la valoración que hacían estos dirigentes era equivocada, y el tiempo se encargó de demostrarlo. Lamentablemente, nosotros no podíamos actuar de otro modo, y eso ha enlodado no poco nuestras relaciones con la Nueva Trova. Tampoco nos gusta en Cuba un cierto chovinismo, o una cierta pedantería, constatable frente a otros procesos que tienen lugar en América Latina: los revolucionarios triunfantes muchas veces se sienten con el derecho a dar recetas, o a favorecer líneas políticas que no siempre son las más acertadas para las realidades de otros países. Pero no hay que olvidar tampoco, que, a pesar de todos los puntos negativos que podamos anotar, la revolución cubana sigue todavía asentada en un consenso popular, y que es justo defenderla cuando es amenazada por la intervención imperialista. Es importante considerar que Cuba sigue siendo un país amenazado. Independientemente del régimen que allí existe, con el cual se puede o no estar de acuerdo, no se le puede negar su derecho a la existencia, pues éste es un resultado coherente de la propia historia cubana. Quién obliga a quién en la escalada intervencionista, es cosa difícil de saber; en todo caso, el acerto, según el cual, es de interés de nuestros países la defensa irrestricta del principio de no-intervención, es perfectamente válido. En todo caso, más allá de los pro y los contra políticos, más allá de las condenaciones o absoluciones, de los apoyos irrestrictos o de las críticas, está la corriente afectiva que nos une entrañablemente con el pueblo de Cuba, con los amigos que allí hicimos, y con esa gran esperanza, que encendió el entusiasmo revolucionario en nuestro continente, del cual nuestras canciones han sido una pequeña chispita.