LA REVOLUCION Y LAS ESTRELLAS

COSAS QUE PASAN (1)



Finalmente, estos años de exilio han sido más que los que pasamos en Chile: ocho años en nuestra patria y trece años en Francia, en total, veintiún años, hasta este momento en que escribo estas páginas. Esto quiere decir que, en gran parte, nuestra carrera artística se ha hecho en el extranjero, quedando profundamente marcada por este tiempo pasado lejos de nuestro medio natural. Por eso, una de nuestras principales preocupaciones ha sido la de mantener nuestra presencia en Chile y derribar los muros de la censura. Nuestro país tendrá algún día que recuperar lo que han creado sus artistas e intelectuales en el exterior, tendrá que volver a reunir todas sus riquezas diseminadas por el mundo. Para ello, no bastará con derrocar a Pinochet y abrirle de nuevo las fronteras a todos los chilenos: será necesario un largo proceso de asimilación, que seguramente conocerá dificultades difíciles de prever hoy día. Por eso, cada vez que hemos logrado volver a hacernos escuchar en Chile, hemos tenido la sensación de haber ganado una importante batalla. Hace algunos años, una casa de discos se atrevió por fin a sacar un disco nuestro en Chile: éste se transformó de inmediato en uno de los más vendidos del país. Después de diez años de ausencia, a pesar de que la selección de canciones no era muy fiel a nuestra presente evolución, volvimos a tener un éxito en nuestra patria. Aunque aún se conozca poco de nuestras creaciones más actuales, la imagen que en Chile se tiene del Quilapayún no ha cambiado, el simbolismo logrado en los años de la Unidad Popular no se ha disuelto. Esto es bueno y es malo, nos identifica demasiado con una época ya pasada, pero nos abre una posibilidad de ser escuchados, aunque demuestra claramente que los lazos no se han cortado. En estos dos últimos años, con el ascenso en la lucha de masas de la oposición, se han ido ganando importantes espacios de legalidad, que en la época de mayor fuerza de Pinochet, ni siquiera soñábamos. Muchas cosas, que estuvieron prohibidas, han comenzado a salir a la luz, entre ellas, nuestros discos. La culminación de este proceso, fue para nosotros la publicación de la "Cantata Santa María", hace unos meses. Todos éstos son ya signos de retorno: nuestra música comienza a hacer el camino que no tardaremos en hacer nosotros. Entonces, podremos ver más claramente cómo se restablece el diálogo con nuestro Chile, y hasta dónde nuestro país querrá acoger y hacer suyo, lo que hemos estado creando en el exilio. Está claro que nuestras canciones no tienen mucho sentido si se quedan flotando en el vacío, sin interpretar a nadie y sin pertenecer a ningún país. Somos como las plantas, necesitamos un suelo propio donde crecer, pero esta reapropiación no depende solamente de nuestra voluntad.

Por eso mismo, no tiene mucho sentido hacer el recuento de nuestros innegables éxitos en el extranjero. Está claro, que cuando los periodistas nos preguntan cómo nos ha ido, o cuando tenemos que mostrarle a un empresario la validez de nuestro trabajo, no tenemos otro recurso que hacer valer nuestros viajes a más de treinta países, nuestras actuaciones en los mejores teatros del mundo, la colaboración que nos han prestado artistas eminentes, etc., etc. Pero todas estas cosas son la cáscara de algo que tendría que mostrarse alguna vez en presencia de nuestro pueblo, el cual ignorará o aplaudirá lo que hemos hecho, según la necesidad o no que tenga de lo que andamos ofreciendo. Nuestra esperanza es que todo lo que hacemos sea considerado válido, y que esa presencia de opinión que nunca hemos perdido en nuestro país, sea como un "avant-gout" de lo que pasará cuando volvamos a cantar allí. Digo todo esto, para que se entienda lo que sigue, que tiene que ver, entre otras cosas, con estos éxitos y estos viajes.

Un periodista amigo, exiliado como nosotros, y a quien le tocó viajar por muchos lados cubriendo los actos de solidaridad, cada vez que nos encontrábamos en algún remoto país, nos saludaba, cantando: "gracias a la Junta, que he viajado tanto...". Esto mismo podríamos cantarlo nosotros, si no fuera porque de tanto viajar y viajar, el ideal se transforma, y a partir de un cierto momento, lo único que se desea es que la cosa pare, y que por fin uno pueda estar de nuevo tranquilo arrellenado en un sofá, con pantuflas, y leyendo una novela policial. Porque hay que decir que éste podría haber sido perfectamente un libro de viajes. No nos han faltado las anécdotas, ni las aventuras. Les contaría entonces nuestras giras al Japón, ese concierto en Tokio, en el cual cantamos ante 12.000 personas en el Tokio Taiikukan, o les hablaría de nuestras visitas a los templos budistas en Kyoto, y nuestras conversaciones con los bonzos sobre el Zen, les describiría los jardines metafísicos, o ese concierto en Akodate, cuando los asistentes hicieron una calle humana, que iba desde nuestro camarín, hasta la puerta de nuestro hotel, a varias cuadras del lugar, cruzando un parque, de la tribulaciones que vivimos con nuestro baúl lleno de palomitas de papel, entregadas por los niños japoneses para simbolizar sus anhelos de libertad para Chile, les relataría nuestros vagabundeos por las calles de Sydney, en Australia, nuestro encuentro intemporal con los folkloristas de Canberra, los cuales han conservado hasta la manera de vestirse de sus abuelos, colonos ingleses, para no perder ni un detalle de ese pasado que veneran, o ese espantoso concierto en el Carnegie Hall, cuando explotó la sonorización, mientras estábamos cantando la "Cantata Santa María", o les pintaría una fiesta en un pueblito ecuatoriano, en la que pasamos una tarde con los indios del lugar comiendo "habitas" o tomando "chichita", les hablaría de ese día que pasamos con Gian María Volonté, paseándonos por las calles del Trastevere en Roma, del concierto con los Inti, en las Arenas de Verona, o para seguir en Italia, de ese fabuloso concierto en la Basílica de Mascensio, en medio del Foro Romano, o la comida con Peter Seeger, en su casa, sobre un monte nevado, no muy lejos de Nueva York, les contaría los detalles de nuestras conversaciones con artistas disidentes en la RDA, o esos emocionantes conciertos en Granada, cuando cantamos con la Alhambra iluminada a nuestras espaldas, o ese concierto en la Porte de Pantin, en el que el público tuvo que acomodarse sobre la pista de hielo, y nosotros, desde la escena, veíamos a François Mitterrand, muerto de frío, coreando el "MaIembe", o esos viajes bajo el calor de Túnez, en que nos asábamos durante cinco o seis horas de desierto, para cantar en las noches bajo la luna, o las eternas esperas y antesalas en Argel, hasta que un funcionario nos descubrió la palabra que abría todas las puertas (esta no era "ábrete Sésamo" como nos habían anunciado en los cuentos, sino decir que éramos los invitados personales del Ministro), o la explicación del hotelero rumano, cuando le anunciamos que durante una salida nos habían robado la ropa (nos dijo parcamente: "no puede ser. En este país está prohibido robar"), o las giras a oscuras, en el norte de Suecia o de Finlandia, y no sé cuántas infinitas cosas más, que hemos vivido en estos años de eternos trotamundos... Los vistas de aduana de los aeropuertos parisinos ya nos conocen. No nos abren más las maletas, nos saludan con una sonrisa y nos preguntan: "¿De dónde vienen ahora?...". Una vez me dejaron pasar con cincuenta mil francos en un maletín. "¿Para qué es?", me preguntaron. Respondí: para la solidaridad con Chile. Cerraron la maleta, me la volvieron a entregar y se despidieron. "Buena suerte", me dijeron. Se trataba, efectivamente, de dineros para ayudar a la gente del interior, plata que cada cierto tiempo nosotros transportábamos negligentemente de país en país.

Así han sido las cosas... En Alma Ata, por ejemplo, cerca de China, estábamos alojados en el hotel principal de la ciudad, junto con todas las bailarinas del ballet Moiseiev de Leningrado. Difícil encontrar juntas a una mayor cantidad de bellezas. Las mirábamos entrar y salir, embobados, sin osar abordarlas. La ocasión podía presentarse durante las comidas: de pronto se encendía la pista de baile y comenzaba a sonar una pequeña orquesta. Los comensales eran, además de nuestras bellezas, barbudos pastores que llegaban desde las montañas cercanas, con su aire asiático y sus sombreros de piel de oveja. No sé lo que harían allí, pero desde que empinaban sus botellas de vodka, comenzaba inmediatamente una bulliciosa fiesta oriental. Era un momento propicio para sacar a bailar a alguna de las hermosas rusas. Estábamos echando suertes para decidir quién sería el primero, cuando vimos acercarse hasta nuestra mesa a uno de los fornidos pastores islámicos. Era un tipo especialmente alto, de aspecto rudo y vestido con un traje folklórico. Se paró frente a nosotros y tendió la mano hacia Hernán, con una amplia sonrisa en los labios. Hernán le sonrió de vuelta, sin comprender mucho de qué se trataba. La orquesta había comenzado a tocar un antiguo foxtrot de los años treinta. El tipo parecía pedir algo, repitiendo una y otra vez una palabra que no lográbamos comprender. Hernán tomó uno de los vasos que estaban sobre la mesa y se lo ofreció. El hombre movió su índice, rechazando la oferta, y volvió a tender su brazo hacia Hernán. La cosa se puso embarazosa. ¿Qué diablos podía querer? El gigantón dio dos pasos, y tomando a nuestro amigo de un brazo, lo empujó hacia la pista de baile. Hernán, sin comprender todavía de qué se trataba, se dejó llevar, hasta que, súbitamente se encontró entre los fornidos brazos de su partenaire. El hombre lo había estado sacando a bailar. Nuestro pobre amigo ya no podía retroceder, y tuvo que bailar el foxtrot hasta el final, soportando las sonrisas burlonas de las bailarinas, que no se perdieron ni un solo detalle de la escena. Los compañeros del pastor aplaudían felices, para ellos, esto era una manera de mostrarnos el cariño que sentían por Chile, remoto país, en el que los gorros no tenían cincuenta centímetros de alto, y las mujeres se atrevían a salir a las calles. Como éstos comenzaron a mirarnos de una manera curiosa, antes de que se terminara el baile, salimos como una flecha del salón, olvidándonos para siempre de las bellezas de Leningrado. Después supimos que en estas latitudes, de costumbres mahometanas, los hombres se divierten entre ellos, y en sus bailes, rara vez participan las mujeres.

Pero mucho más curioso fue lo que nos ocurrió en Grecia. Después de una temporada en un teatro del Pireo, como nos habían quedado dos días libres, cosa rara en nuestra profesión, los aprovecharnos para visitar las ruinas de la antigüedad. El primer día lo ocupamos para recorrer la parte oriental del Peloponeso. En el segundo, cruzamos hacia Olympia, y más tarde, nos dirigimos hacia Delfos, con el objeto de visitar el célebre santuario de Apolo. Lamentablemente, problemas de transporte nos retuvieron en el paso del estrecho, y después de infinitas peripecias, llegamos muy tarde al lugar. Nos fuimos a un hotel, comimos rápidamente, y nos dirigimos por la ruta que bordea el monte, hacia las cercanías de la fuente Castalia, que era lo único que a esa hora todavía podíamos visitar. No había luna y caminábamos bajo un cielo estrellado, a toda luz, lo que nos permitía descubrir a nuestra izquierda, las Fedríades, que servían de espléndido marco a nuestro paseo. De pronto, llegamos hasta la puerta del santuario. La casa de los guardias estaba a oscuras, una simple reja cercaba el recinto. La belleza del sitio, la tentación de ver más de cerca los restos del templo, que apenas se descubrían allá arriba, en la falda del monte, la soledad, que nos daba la seguridad de que nadie podría descubrirnos, nos tentaron a atravesar la verja de un salto, y comenzar a hacer el camino que los peregrinos hacían para consultar el oráculo.

Era un lugar santo, era imposible sustraerse a esa atmósfera de religiosidad y recogimiento. Dos sentimientos contradictorios nos asaltaron: el de transgredir una ley humana, profanando un lugar de tradición tan venerable, el cual, a pesar de que los cultos paganos que habían elevado ese santuario ya no tenían ningún tipo de vigencia, todavía conservaba en sus límpidas piedras, algo que no era, ni sería nunca, ruina; y por otro lado, la sensación de que, precisamente por esta razón, nuestra sigilosa visita era un modo de rendirle un especial culto a ese pasado. Bajo la noche estrellada, acercarse a esos lugares sin sentirse transido por esos inexplicables sentimientos que inspiran los dioses antiguos, habría sido cerrarse a los sentidos, quedar sordo a las voces que nos hablaban desde todas partes, desde el aroma de los olivos milenarios, desde la solemnidad de las piedras todavía en pie, desde los sonidos de la noche, la transparencia del aire, el susurro de las fuentes, no lejanas, la majestuosidad de las montañas, a lo lejos, desde el recuerdo de esa vida que había dejado allí un testimonio de su grandeza, haciéndose una misma cosa con la naturaleza. Sin otra ofrenda que nuestra temerosa veneración, comenzamos a ascender por la vía sacra, hacia el templo, que a cada parada veíamos desde un ángulo diferente, pero siempre, distanciándose de nosotros como el castillo de Kafka. Silenciosamente, admiramos el Tesoro de los Atenienses, conservado casi intacto, más allá, una réplica del fabuloso Onfalos, el ombligo del mundo, y entre nosotros y el Templo, la roca de la Sibila, donde la antigua Pithia entregaba los oráculos. Sólo después de una escalera de piedra, en cuyos costados sabíamos, había antiguas escrituras de esclavos que le agradecían a Apolo el don de su liberación, se abrieron ante nosotros las imponentes ruinas del Templo que fuera el más visitado de la antigüedad. Quedamos varios minutos sin osar decir palabra, y después de recorrerlo entero, nos tendimos sobre las enormes piedras, mirando ese cielo transparente, que nos descubría la presencia invisible de las divinidades griegas. Estas no eran otra cosa que la majestuosidad del paisaje, los misterios de la noche, las promesas del día que aparecería mañana, detrás de los cerros. De pronto, creímos escuchar extraños sonidos provenientes del fondo de la tierra, algo como un monstruoso gruñido escuchado desde lejos, tal vez el dragón derrotado por Apolo, no lejos de allí, junto a la fuente Castalia. Pasamos allí un tiempo indescriptible, no medible en horas, ni en minutos, hasta que por fin, colmados con el privilegio de haber vivido una experiencia inolvidable, volvimos felices a nuestro hotel. Cansados con todas estas emociones, nos acostamos a dormir. Envueltos en nuestras sábanas, ya estábamos a medio camino hacia el otro lado de la vida, cuando nuevamente se hizo escuchar el inquietante ruido que nos parecía haber oído bajo el Templo. Esta vez, no sólo sonaban las entrañas de la tierra, las ventanas temblaban, las paredes crujían, las puertas y las lámparas se balanceaban. Nos aferramos a la cama con pavor: había comenzado un terremoto.

Paco Ramírez, pintor español que vivía en el exilio en París cuando nosotros llegamos, ha tenido que ver de muchas maneras con nuestra historia. Fue él, el ángel guardián que nos consiguió un departamento en el 15eme., inmediatamente después del golpe militar, y fue él también, el que nos organizó nuestras primeras giras por su Andalucía querida, que recorrimos juntos, de parte a parte, en desvencijados camiones. Llegamos hasta los más recónditos lugares, a cantar, en calurosos conciertos, en el cuadro de las fiestas de los patronos de los pueblitos. A veces, nuestras presentaciones comenzaban a las tres de la mañana: el récord fue alcanzado en Granada, con un concierto que comenzó a las seis de la mañana, después de una noche entera bailando sevillanas. Eso no era un obstáculo, para que al día siguiente estuviéramos a primera hora de la noche instalados en una cueva del Albaicín, aprendiendo la guitarra flamenca con Enrique Morente o Manuel Gerena. En una de esas fiestas nocturnas, salió por primera vez la idea de hacer un homenaje conjunto a los amigos, Pablo Neruda y Federico García Lorca. Dos años después, éste tuvo lugar en Fuentevaqueros, la ciudad natal del poeta andaluz. El principal promotor era nuestro amigo Paco. Se inauguraron en esa ocasión, el monumento en bronce a García Lorca, obra de otro amigo nuestro, que nunca faltaba en nuestras reuniones, Cayetano Aníbal González, y una calle, que todavía lleva el nombre de nuestro poeta nacional. En las ceremonias, estaba prevista la participación de Rafael Alberti, quien efectivamente llegó, pero cansado de escuchar un interminable programa de cantores y rockeros, se largó sin mayores explicaciones. Al final de los finales, cantamos nosotros.

Un día, atravesamos los límites de Andalucía, para dirigimos a Extremadura. En Badajoz, lo que pensamos en un momento iba a ser un concierto más en la rutina de la gira, se tornó inesperadamente en una importantísima misión diplomática. Para quienes no lo sepan, diremos que, desde esta ciudad, partieron hace poco menos de quinientos años, los principales jefes de la conquista española del sur de América. Sus descendientes directos todavía viven allí y mantienen viva la memoria de las hazañas de sus tatarabuelos. Para dar una idea de las difíciles relaciones entre extremeños y latinoamericanos, podemos informarles que hace algunos años, cuando la ciudad de Trujillo quiso hacerle un homenaje a Francisco Pizarro, los mexicanos se negaron a asistir. Lo que en un lado del Atlántico aparece como una heroica gesta de conquista, en el otro lado, se muestra como una cruel invasión, cuyas devastadoras consecuencias todavía se sufren. Para limar estas asperezas, los descendientes de Pedro de Valdivia decidieron hacerse presentes en nuestro concierto en Badajoz. A este acto de buena voluntad, nosotros respondimos invitándolos a comer. Nos fuimos a un restaurante, y alrededor de una mesa, comenzamos a parlamentar. Sin mayores preámbulos, nos preguntaron francamente si les guardábamos algún rencor. Les respondimos respetuosamente que nosotros, a juzgar por los antecedentes de que disponíamos, no podíamos saber con exactitud si nuestros abuelos eran españoles o indígenas, pero que en caso de ser esto último, el tiempo ya se había encargado de borrar todo resentimiento que hubiéramos podido tener. Con evidentes muestras de satisfacción por el sentido conciliador de nuestras palabras, nos manifestaron francamente, que, sin dejar de admirar lo que habían hecho sus antepasados, ellos lamentaban los excesos que éstos hubieran podido cometer, excesos que, por lo demás, habían sido exageradamente aumentados por historiadores deshonestos y mal informados. Les respondimos que estábamos al tanto de ciertas interpretaciones interesadas de la historia, pero que en este caso, más valía la pena doblar la página y pensar en el futuro de nuestras relaciones. Estuvieron de acuerdo, pero nos hicieron notar que era su deber decirnos que a veces sentían que los latinoamericanos tratábamos con injusticia a sus tatarabuelos, recordando sus crueldades y olvidando lo positivo que éstos podían haber llevado a nuestras tierras. Insistimos en que nuestra misión era de buena voluntad, y que creíamos que no íbamos a avanzar nada, si nos dejábamos llevar por el deseo de hacernos reproches mutuos. En este punto de la discusión, la cosa se puso difícil, porque algunos de ellos manifestaban opiniones diferentes a las de los que parlamentaban. Nos pidieron algunos minutos para discutir en privado. Nos levantamos de la mesa, y los dejamos un rato discutiendo. Después de un tiempo, nos llamaron de nuevo. Nos manifestaron que aceptaban el no discutir los puntos más conflictivos, pero que nos instaban a hacer un esfuerzo por comprender que en este asunto habían dos visiones diferentes, y que para el futuro de las buenas relaciones entre extremeños y latinoamericanos, era indispensable que las partes en conflicto tuvieran en cuenta la buena voluntad de la versión del adversario. Les respondimos que en esto no teníamos ningún problema y que podíamos comprometernos ante ellos, que por lo menos nosotros, jamás nos dejaríamos llevar por puntos de vista unilaterales, en asuntos tan espinudos como éste. Se levantaron, y muy emocionados nos dieron un gran abrazo para mostrar la importancia de nuestra reconciliación. Abrimos una botella de buen vino y brindamos por la valentía de nuestros antepasados, Lautaro y Pedro de Valdivia, quienes, a través de sus actuales representantes, nosotros y ellos, por fin, después de cuatrocientos años, habían firmado la paz.

El concierto que dimos el 26 de setiembre de 1978, en el Parque María Luisa de Sevilla, es uno de los acontecimientos más tristes de esta historia. España todavía estaba revuelta, titubeando entre la democracia y el fascismo, los ánimos crispados, la situación agitada por corrientes contradictorias y por oscuras fuerzas, que muchas veces, ni siquiera osaban aparecer claramente a la luz pública. El entusiasmo y el temor, eran los sentimientos predominantes en todos los actos que las fuerzas de izquierda organizaban. En medio de esa turbulencia histórica, los comunistas sevillanos quisieron organizar un concierto nuestro, con el objeto de juntar fondos para la campaña electoral que debía realizarse semanas después. Ya habíamos cantado otras veces en el parque María Luisa, pero en esa ocasión la afluencia de público rebasó las expectativas de los organizadores. Varios miles de personas llegaron hasta las puertas del teatro al aire libre, esperando poder entrar; como las boleterías no daban abasto, comenzaron a producirse apelotonamientos en las puertas. La gente apretujada, comenzó a gritar, y algunos desaforados aprovecharon la ocasión para crear desorden. Eran provocadores especialmente enviados por las fuerzas fascistas, interesadas en mostrar que la democracia y la izquierda son sinónimos de caos y de violencia. Algunos miembros del servicio de orden trataron de parar la provocación, pero la respuesta fue terrible, las cercas de madera fueron destruidas, y comenzó una sangrienta batalla campal, en la que varias personas resultaron heridas. En una arremetida de los fascistas, Manuel Oyola, un modesto militante, perdió la vida. Le habían clavado un cuchillo en el corazón. Lo que tendría que haber sido una fiesta esperanzadora, se transformó en un acto fúnebre. El nefasto poder que había sometido a España durante cuarenta años, todavía complotaba en la oscuridad. Hoy día esto ya no sería posible; esto no es consuelo, porque frente a la muerte no hay consuelo, pero por lo menos, da la satisfacción de saber que esta maligna fuerza, que todavía en 1978 asesinaba impunemente en España, hoy día está definitivamente neutralizada. Cuando al día siguiente del asesinato, seguíamos tristemente la comitiva fúnebre en dirección al cementerio, pensamos amargamente que ese concierto era el único en toda nuestra historia que hubiéramos deseado fervientemente no haber hecho jamás.

Patricio Wang, el "Pato", último recluta de nuestra pequeña armada -no hay que olvidar que los militares chilenos nos tienen en la lista de sus 5.000 enemigos- entró en nuestro grupo en 1982, cuando nos encontrábamos grabando el disco "La Revolución y las Estrellas". Él había trabajado en Chile con Ricardo Venegas, en el grupo Barroco Andino, y llevaba algunos años estudiando música en Holanda. Su interés por la música contemporánea (es un fanático de Stravinski) lo llevó a incorporarse a un grupo holandés, el OKETUS, creado y dirigido por el músico Andriesen, uno de los compositores más interesantes de la actual música europea. Con este conjunto, hizo una interesante experiencia, en lo que se ha denominado, "minimal music", lo cual, desde un punto de vista estilístico, ha marcado todas sus composiciones. Al principio, Patricio trabajó algún tiempo con nosotros sin mucha regularidad, para poder terminar sus estudios en Amsterdam, pero desde hace dos años, su dedicación al Quilapayún es casi completa. Digo "casi", porque enamorado como está de Amsterdam, fue imposible convencerlo de que se viniera a vivir a París. Esto nos ha obligado a organizarnos, para que, sin cambiar de domicilio, trabaje con nosotros. Con su llegada, se ha afirmado una segunda generación de Quilapayunes, que ha cambiado completamente nuestra sonoridad musical. Nuestra idea siempre ha sido la de crear una resultante de todos nuestros talentos y defectos individuales, y no la de imponer un cierto estilo, al cual todos los integrantes deban adaptarse. El resultado estilístico de nuestra música es como la bisectriz de nuestras personalidades, aunque tomando siempre en cuenta los lineamientos colectivos que nos hemos dado en un principio, y además, todo lo que ha sido nuestra experiencia en estos veintiún años de vida. Patricio, con su talento rítmico y su fina musicalidad, ha sido un considerable aporte creativo para nosotros. Si se observa la música que hemos hecho a partir de su llegada, se podrá constatar que él ha puesto su impronta en todo lo que es más experimental y renovador.

Hasta el momento, sus dos creaciones más significativas son, la Cantata, "Oficio de tinieblas por Galileo Galilei", y la canción, "Es el colmo que no dejen entrar a la Chabela". En ambas obras se evidencia hasta dónde puede llegar nuestro afán de síntesis entre lo culto y lo popular: estas sonoridades han ido introduciéndose en nuestro repertorio con gran naturalidad, como si fueran las consecuencias más lógicas de nuestro desarrollo hasta ahora. Sus facultades creativas están recién comenzando a encontrar caminos de expresión, pero no escondo nada si digo que en sus canciones tenemos fundadas buena parte de nuestras esperanzas de renovación.

Patricio, como lo indica su apellido, es de origen chino, y aunque él no tenga nada de simpatía por la revolución de Mao, reivindica con orgullo algunas de las cualidades de este pueblo, como, por ejemplo, la minuciosidad, la cortesía, y la sonrisa salvadora de cualquier circunstancia. Como músico es lo mejor que hemos tenido, toca todos los instrumentos que caen en sus manos, aprende con una rapidez pasmosa, y es un entusiasta de todas las buenas músicas. No sólo hace música para el Quilapayún: acaba de componer una pequeña ópera, basada en un texto de García Lorca, que se ha estrenado con éxito en Holanda, ha hecho música para ballet y música incidental para algunas películas. Cuando no hace música, se dedica a cuidar a su hija Rafaela, que acaba de cumplir un año, o a observar el vuelo de las gaviotas desde su ventana. Estas, cruzan incansablemente, desde el alero de su casa, hasta los techos del otro lado del canal. Si usted lo visita alrededor de las siete de la tarde, puede tocarle la suerte de observar el streeptease de su vecina, la cual se desnuda diariamente ante la mirada absorta de todo el vecindario.

Nosotros tenemos un genio, un daimón, un ángel de la guardia, o como se quiera llamarle. Siempre nos ha salvado en las situaciones difíciles, dándonos prueba de su poder en incontables ocasiones: la más clara de ellas, ha sido cuando nos sacó de Chile, pocos días antes del golpe. Pero ha habido otras, por ejemplo, cuando nuestras relaciones con la empresa APES, que se encargaba de nuestros conciertos en Francia, entraron en crisis. Cualquiera que conozca el rodaje de los circuitos de espectáculos en Francia, se dará cuenta que quedarse aquí sin empresario es una situación gravísima, en la cual se arriesga el quedarse definitivamente sin trabajo. Como nosotros, desde que llegamos a este país, vivimos de este oficio, la ruptura amenazaba con terminar con nuestra aventura: no éramos tan famosos en la época, como para pensar en interesar fácilmente a otro empresario, y nuestros constantes viajes al extranjero nos hacían imposible ocuparnos nosotros mismos de conseguir conciertos.

Estábamos lamentando nuestra triste suerte con nuestro calendario de actuaciones vacío, cuando de pronto recibimos un llamado telefónico. Era Bruno Fourcade, asistente de Jacques Chancel, que nos llamaba para saber si estábamos dispuestos a hacer el Grand Echiquier del mes que venía. Jacques, desde hacía tiempo, venía anunciándonos que quería hacer algo con nosotros, pero nunca lo habíamos tomado en serio. Habíamos sido invitados a su emisión, pero nunca como artistas principales. Para quienes no lo saben, éste es uno de los programas televisivos de mayor prestigio en Francia, pues consagra más de tres horas a la presentación de un artista, con actuaciones y entrevistas en directo. Un Grand Echiquier especialmente consagrado al Quilapayún, era la salvación en esos momentos difíciles. Nuestro genio salvador se había hecho presente.

Este programa, seguramente ha sido lo más importante que hemos hecho en Francia. Como la cosa era en grande, le pedimos a Matta que nos hiciera la decoración: hasta el suelo quedó pintado con sus imágenes, las cuales, además, llenaron un telón de fondo de 90 metros de largo, por diez de alto. Con maestros invitados, Julio Cortázar, Giuliette Greco, Catherine Ribero, Catherine Sauvage, Isabel Parra, Roberto Bravo y otros, logramos que el resultado final fuera de gran calidad. Además, Fourcade nos dio algunas sorpresas, como algunas partes del concierto que dimos con Theodorakis, en la Porte de Pantin, una grabación de Víctor Jara cantando en Perú, y una divertida intervención de Neruda, presentando un coro chileno en el mismo programa, pero diez años antes. La simpatía a toda prueba de Chancel, su curiosidad y su perspicacia para preguntar lo que se debe en el tiempo preciso, nos permitió mostrar un retrato en directo de lo que éramos en ese momento. La idea de Chancel, de hacernos cantar con orquesta (la orquesta de Pierre Rabbath), nos permitió mostrar una cara de nuestro arte que no aparecía desde los tiempos de "La Fragua", en Chile. Más tarde, aprovechamos para grabar en disco las canciones más logradas de esta emisión, "Entre morir y no morir", cantada con Catherine Ribero, y "La Vida Total".

Fue difícil convencer a Cortázar de que nos acompañara: desconfiaba de Chancel, y no le gustaba para nada salir en la TV, pero como venía llegando de Nicaragua, quiso aprovechar la ocasión para hacer un llamado a ayudar a ese pueblo hermano. El resultado fue excelente, y hasta el embajador, Alejandro Serrano, nos llamó para felicitarnos.

Hubo momentos de inquietud, cuando Chancel, pocos días antes del programa, nos llamó para solicitarnos nuestra presencia en la manifestación por Sakarov, organizada en París por el músico ruso Rostropovich. Jacques quería hacer una grabación con nosotros en ese acto, para mostrar los dos lados de la represión contra la cultura, la soviética y la fascista; en ambos lados del mundo se atentaba en contra de los derechos humanos. Pero lo que complicó las cosas, fue que, por esa misma época, se difundieron noticias surgidas desde el Partido Comunista Francés, según las cuales, Sakarov habría hecho declaraciones favorables a Pinochet. Nosotros quedamos en una situación muy difícil, y al final, decidimos no presentarnos en la manifestación. Chancel se portó bien, no hizo cuestión de esto, y además, respetó todas las proposiciones de invitados que le hicimos. Fue, sí, a grabar la manifestación, y mostró en nuestro programa el encuentro de Rostropovich con Miguel Ángel Estrella, quien acababa de llegar a París, directamente liberado de las prisiones uruguayas. En ese momento, nosotros nos encontrábamos en un recodo de nuestra evolución. Seguramente hoy día, si se volviera a repetir lo mismo, habríamos ido a la manifestación de Rostropovich: no hay que confundir el antisovietismo con el rechazo a las arbitrariedades, contra las cuales, por lo demás, nosotros siempre hemos luchado.

Pero olvidémonos de estas miserias y vámonos a Los Ángeles de California, al concierto de Quilapayún con la Jane Fonda, la cual hará de relatora en la "Cantata Santa María". A ella la habíamos conocido en París, cuando venía llegando de su viaje al Vietnam. En la Coupole, nos había relatado entusiasmada, sus experiencias vietnamitas y un poco de su vida. Su marido, político demócrata, había comenzado su carrera durante la agitación universitaria en contra de la guerra. Ahora, ambos estaban en otra cosa, la política que hacían se centraba en la denuncia en contra de las multinacionales. Era difícil hacer política en USA, país despolitizado, bastante desinformado, y con una buena cuota de prejuicios; una de las pocas posibilidades era recorrer las universidades y hablar directamente con los estudiantes. Nosotros le hablamos de Chile, y al final, acordamos hacer algo juntos en Los Ángeles.

El concierto fue organizado por los chilenos, en el Pasadena Civic Auditorium, una lujosa sala para cinco mil personas, no lejos de Santa Mónica, donde Jane habitaba. El día del concierto, nos reunimos en la mañana, con el objeto de hacer un ensayo y terminar los preparativos de la actuación. Jane, concentrada en el texto, leía una y otra vez su intervención. Estaba terriblemente nerviosa. Seguramente, no estaba acostumbrada a actuar en público, el trabajo de actor de cine es completamente diferente, si uno se equivoca, puede perfectamente volver a comenzar. Esto la ponía muy tensa. Ya cansados de ensayar, nos fuimos a almorzar y la dejamos repasando sus textos, que iba corrigiendo cuando una palabra de la traducción no le sonaba bien. Pasó todo el resto de la tarde metida en su minucioso trabajo, y cuando nos tocó el momento de salir a cantar, todavía ella seguía dudando de si lo haría bien. Nunca vi a nadie tan preocupado.

La cosa partió bien, cantamos las primeras canciones, y ella dijo los textos maravillosamente. El público estaba cautivado. Pero pasó lo que tenía que pasar. En la obra, hay un momento en que la música se interrumpe bruscamente, y el relator grita: "¡Nadie diga palabra!". Después, continúa el relato. Lo que sucedió en este caso, es que Jane, preocupada como estaba, lanzó su grito varias canciones antes de lo que debía, cuando nosotros todavía estábamos cantando a voz en cuello. El efecto fue rarísimo. Tanto, que todos nos quedamos mudos, sin saber qué hacer. Nos miramos unos con otros, esperando quién iba a salir primero del atolladero. El silencio se prolongaba. Jane tomó su decisión de revolucionaria experimentada. Lanzó de nuevo un grito más fuerte que el anterior. Pero nosotros también éramos revolucionarios experimentados, y, justo en ese momento, nos pusimos también a gritar como barracos. El resultado fue espantoso, nos saltamos por lo menos una cuarta parte de la obra y el público escuchó la Cantata más corta y más loca que hemos cantado en esta venturosa existencia.