MUSICA POPULAR CHILENA DE RAIZ FOLCLORICA (1960-1973)

LA NUEVA CANCIÓN CHILENA



Mucho se ha escrito sobre la Nueva Canción Chilena luego de la proyección que alcanzó en el mundo a partir de Septiembre de 1973. Una variedad de textos de carácter testimonial, periodístico, y académico han sido publicados, algunos de ellos desde el momento mismo de su auge en el país. Sus propios protagonistas se han encargado de narrar los hechos, aportando una infinidad de detalles sobre los entretelones que rodearon el nacimiento, desarrollo y exilio de la Nueva Canción. Sin embargo, no siempre se ha logrado situar este movimiento en el marco global de la música popular chilena, ni se han abordado sus aspectos musicales en profundidad.

La Nueva Canción Chilena tuvo características comunes con el Neofolclore: estaba ligada al movimiento estudiantil de la época, canalizaba su sed de cambio, e intentaba una elaboración modernizadora del repertorio folclórico. Al mismo tiempo, se abría a influencias musicales diversas, era una música para escuchar más que para bailar, y se refería principalmente a un "otro" encarnado por los sectores postergados de América Latina. Sin embargo, la Nueva Canción desarrolló un estilo independiente y nuevo respecto a lo que se había hecho hasta entonces, reivindicando al "otro" folclórico, y llegando más lejos en la gesta modernizadora. De este modo, la música popular adquirió nuevos significados y funciones sociales, en gran parte logrados gracias al desarrollo de nuevas estrategias de arreglo, interpretación, puesta en escena y producción.

Los principios que inspiraron el movimiento de la Nueva Canción quedaron formulados en una suerte de manifiesto publicado por Patricio Manns a comienzos de 1966 en la revista juvenil Ritmo. Allí plantea la necesidad de mejorar la calidad de las canciones que se hacían en el país, propiciando un movimiento renovador para la música chilena. Para lograr este objetivo, Manns propone "salir de la larga lista de lugares comunes y de la ingenuidad y el mal gusto reflejado por los autores nacionales en el tratamiento de los textos". Manns enfatiza la necesidad de darle mayor profundidad y significado a las canciones, sin arriesgar la pérdida de los lugares de privilegio alcanzados por el éxito de ventas del Neofolclore.

"Es indispensable tornar los ojos a los temas que nos ofrece la vida que circula alrededor nuestro -señala-. Contar y cantar las cosas de Chile, definiendo poco a poco las raíces de nuestra nacionalidad. Para ello, es necesario leer, hurgar, investigar, recrear, pues la poesía no se improvisa. Es hora de despertar en conjunto -continúa-, que no haya más voces aisladas, que seamos unidad a sangre y fuego, que nos vinculemos a la vida, al trabajo, a la realidad. Esta es una etapa verdaderamente importante -Finaliza Manns- como para no luchar por que nuestras manos tengan en ella su lugar de batalla".

Los objetivos del Segundo Festival de la Nueva Canción Chilena, celebrado cinco años más tarde, sirven de continuación a este manifiesto, pues señalan la necesidad de estimular a los compositores nacionales en la búsqueda de nuevas formas expresivas de la canción, y orientar la Nueva Canción hacia temáticas propias del sentir del pueblo y hacia la realidad en que éste se desenvuelve.

El impulso renovador de la Nueva Canción resultaba demasiado radical para la industria musical chilena de la época, acostumbrada a asimilar fenómenos ya probados en el exterior y a mantenerse fiel a repertorios locales estabilizados con el paso del tiempo. De este modo, sólo fue posible llevar a cabo tal renovación mediante la implementación de nuevas formas de difusión y financiamiento para la música popular. Es así como la Nueva Canción debió gestionar su propia producción; obteniendo financiamiento universitario y estatal, promoviendo festivales como los organizados por Ricardo García, creando sellos como Dicap, y abriendo espacios de canto como las peñas folclóricas.

Las peñas, que constituyeron el espacio más representativo de la Nueva Canción, fueron centros de encuentro de los jóvenes de los años sesenta, y sirvieron de tribuna y refugio a cantores latinoamericanos. Proliferaron en el país entre 1965 y 1968, destacándose la Peña de Los Parra en Santiago, la Peña Estudiantil en Valparaíso, y las peñas de la Universidad Técnica de Santiago y de Valdivia.

Estos eran espacios íntimos, administrados por los propios músicos, donde era posible crear un ambiente informal, sin las convenciones de los recitales de la música popular de entonces. "La gente se mantenía abrigada alrededor de un brasero- señala Joan Jara-, envuelta en ponchos, calentándose los pies y tomando mate". La actuación podía durar toda la noche, aún después del retiro del público, y sumaba a todos los músicos presentes, de acuerdo al carácter comunitario de estos lugares de canto.

La Peña de los Parra era una casa vieja sin comodidades, recuerda Isabel Parra, donde se producían atochamientos en patios y corredores. Los músicos cantaban en distintas piezas de la casa, cruzándose con guitarras, charangos y bombos entre la maraña del público. La relación entre el artista y su audiencia se hacía directa en las peñas, como en una comunidad folclórica, generándose un estimulante intercambio de ideas y una crítica espontánea. De este modo se lograba una especie de taller colectivo, donde era posible intentar cosas nuevas obteniendo respuestas inmediatas.

La innovación en los aspectos productivos generada por la Nueva Canción fue consecuencia directa de sus requerimientos artísticos, pues se mezclaban distintas formas de hacer música, se elevaba la calidad poética de los textos y se desarrollaba un nuevo perfil del músico popular urbano. El aporte de Violeta Parra fue fundamental en este sentido.

A pesar que alcanzó a permanecer sólo un par de años en Chile durante la década del sesenta (1965-67), y que mantuvo una marginalidad de cierto modo autoimpuesta desde su regreso de Europa, Violeta Parra influyó poderosamente en músicos populares chilenos de distinto tipo. Ella trajo a la ciudad formas folclóricas arcaicas y étnicas de hacer música, llegando a establecer modelos propios de elaboración a partir de ellos. Por un lado, introdujo una simplicidad consciente en la música popular urbana, muchas veces enfatizando rasgos "primitivos" y "arcaicos". Por otro, desarrolló los aspectos literarios y musicales de la tradición. La elaboración poética de "Cantores que reflexionan" (1966) y las tensiones armónico melódicas de "Gracias a la vida" (1966), son prueba de ello.

Junto a la propuesta estética introducida por la Nueva Canció, surgió una propuesta ética, expresada en el espíritu crítico y comprometido desarrollado por sus músicos. Esto dificultó aún más su inserción en el medio musical chileno de entonces; las radios se resistían a darles cabida y las revistas juveniles los evitaban o los trataban de distinta manera que al artista conocido hasta la fecha.Los Parra eran descritos por la revista Ritmo como una "familia rara", y Patricio Manns era presentado como un intelectual silencioso y un tanto desconcertante". Manns, sin embargo, supo adecuarse a los patrones de la época; "para que mi mensaje pasara -señala-, yo tenía que aceptar el sistema y ceñirme a sus normas". Así mismo, su vinculación con el Neofolclore lo legitimaba frente a los ojos un tanto atónitos de los periodistas de la época, y su vena literaria le abría las puertas de los medios de comunicación, haciéndolo distinguirse desde temprano por la calidad poética de sus textos.

En las canciones de Manns, el paisaje amable y cercano de la canción tradicional chilena se hace agreste y remoto. Esto sucede en "Arriba en la cordillera" y "Bandido", por ejemplo, donde ya no cabalga el dueño o capataz de la tierra sino el afuerino, el que está siempre de paso. Este hombre no expresa el sentido de pertenencia característico de la canción tradicional chilena, pues renuncia al amor, no engendra familia, ni crea hogar. Más aún, el afuerino de Manns, a diferencia del de Bascuñán, se transforma en forajido, trasluciendo una dimensión social donde aparece la injusticia y la violencia.

En el plano musical, Manns se distingue por un uso inteligente y mesurado tanto de las convenciones como de las innovaciones presentes en la canción de raíz folclórica de la época. El nuevo uso de la modalidad, por ejemplo, se manifiesta en sus canciones en la constante utilización cadencial del sexto grado rebajado enlazado con la dominante (modo frigio), y de la tónica menor enlazada con la subdominante mayor (modo dorio). En estas canciones, Manns utiliza los acordes principales casi sin alterarlos, pero enlazándolos de maneras poco usuales; sus modulaciones, en cambio, resultan más convencionales. Finalmente, demuestra una notable capacidad para escribir líneas melódicas que se desenvuelven en estrecha relación con el sentido dramático del texto.

La inquietud artística e intelectual de los músicos de la Nueva Canción los llevó a estudiar, experimentar y acercarse a la literatura, al teatro, y a la plástica, lo que hasta entonces era poco habitual entre los músicos populares. Así mismo, su sensibilidad y preocupación por los problemas sociales, los impulsó a la acción política. Es así como la Nueva Canción adquirió una dimensión ideológica manifiesta, generando distintas reacciones en el medio musical chileno. Se le llamó "canción social" y "canción protesta", quedando para muchos asociada a la queja social y al compromiso político. Esta polémica, que ya se manifestaba públicamente en 1966, había subido de tono en 1970, año en que Víctor Jara era acusado de cantar "canciones subversivas" y que Los Huasos Quincheros hacían público su rechazo a la canción protesta, por ser, a su juicio, utilizada para plantear ideas que "envilecen y falsean la tradición folclórica". Esta toma de posiciones, producto de una época altamente politizada, atentó contra la amplitud que en un comienzo se le quiso dar a la Nueva Canción y a la integración de la propia música popular chilena.

El impulso intelectual o "Ilustrado" de la Nueva Canción, llevó a los músicos populares a acercarse a los músicos doctos, complementando así su aprendizaje empírico con las enseñanzas de la academia. De este modo, los músicos de la Nueva Canción intentaron resolver las limitaciones técnicas que les impedían desarrollar un pensamiento musical más completo, acabado y coherente. "No podíamos seguir dando vueltas en torno a nuestros propios alrededores" señala Jorge Coulon. Es así como músicos de Quilapayún e Inti-lllimani conocieron aspectos de la polifonía, armonía y morfología musical al montar, junto a sus compositores, obras de largo aliento, como la cantata popular "Santa María de Iquique" (1970) y el "Canto para una semilla" (1972) de Luis Advis, y "La fragua" (1973) de Sergio Ortega. Este aprendizaje influyó poderosamente en la formación del estilo musical de cada grupo.

La idea de componer obras de dimensiones mayores, aunque sólo fuera una suma de canciones con una temática y un estilo común, estaba en boga desde mediados de los años sesenta en la música popular en general. Los primeros aportes chilenos fueron los de Vicente Bianchi, con "Misa a la chilena" (1965), Raúl de Ramón con "Misa chilena" (1965), Angel Parra con "Oratorio para el pueblo" (1965), Guillermo Bascuñán con "Al Séptimo de Línea" (1966), y Patricio Manns con "Sueño americano" (1966).