FRAGMENTOS DE UN SUEÑO

INTERLUDIO. RECUERDOS Y ANÉCDOTAS



EL INGENIERO AERONÁUTICO

(Un recuerdo de Max)

Llegamos, como de costumbre, al mediodía para almorzar en el patio. Vimos a un señor alto que tenía un sombrero de paño gris con una ridícula copa larga que terminaba en punta. ¿Quién sería?
La cocinera le pasó la comida en un plato de barro con una cuchara de palo y él se sentó en las escaleras de piedra, mientras la familia lo hacía en la mesa de la vieja casona de Cariamanga, pequeño pueblo perdido en las montañas del sur del Ecuador. Sus habitantes, que antes se dedicaban a cultivar la tierra, con la erosión y la sequía han llegado a ser comerciantes y contrabandistas, profesión esta considerada tan digna como la de médico o profesor.
En esta casa vivíamos unas 15 personas, entre ellos el abuelo Napoleón, que con el tiempo se había transformado en el personaje más importante de Cariamamga. Diariamente en ese patio comían dos o más pordioseros, pero esta vez nuestro huésped no tenía tal aspecto. Lo único raro era ese extraño sombrero.
Cuando nos sentamos a la mesa, nuestro padre se refirió a él diciendo: "Nicandro es hijo de Diógenes Montero, que fue un respetado comerciante y que hace algunos años mandó a su hijo a estudiar Ingeniería Aeronáutica en los Estados Unidos, pero desgraciadamente se ha vuelto loco de tanto estudiar". Los locos no nos asustaban, porque había dos o tres que nos visitaban continuamente. Todos comimos en silencio, pensando en lo interesante que nos resultaba ese hombre por haber viajado tan lejos y estudiar una cosa tan rara. Por suerte era nuestro vecino, y poco a poco nos fuimos haciendo amigos.
Por las tardes, en ese mismo patio, construíamos con él aviones de papel y de madera de balsa. Eran maravillosos y con mi hermano mayor nos sacábamos las mejores notas en trabajo manual y cada vez presentábamos modelos diferentes.
Rápidamente se esparció la noticia que en la Plazuela, que así se llamaba nuestro barrio, había un constructor de aviones y los niños de otros barrios venían a lanzar desde el campanario de "la iglesia de mi abuelita" (la llamábamos así porque mis abuelos la construyeron) los fascinantes aviones de Nicandro Montero, quien desgraciadamente hablaba muy poco y su vida continuaba siendo un misterio. Pero no importaba. Igualmente jugábamos con él, poniendo cuidado de no sacarle el sombrero, que era otro misterio.
Los domingos al alba bajaban como fantasmas decenas de mujeres vestidas de negro a la misa de 5. Junto con ellas, nuestro constructor de aviones, que a pesar de muchas protestas, nunca se sacó el sombrero dentro de la iglesia. Pero un domingo faltó a la cita. Como a las diez de la mañana salió de su casa con un largo machete persiguiendo a la gente que huía despavorida. Se sentó en una piedra grande que había en el centro de la plaza y la gente lo observaba desde las ventanas o puertas entreabiertas. Los tres policías rurales que había en el pueblo intentaron desarmarlo, pero se retiraron con heridas en los brazos.
Más tarde llegaron refuerzos: un pelotón de veinte soldados. El machete empezó a agitarse en el viento produciendo un silbido pavoroso para los "valientes militares" que trataban de inmovilizarlo con lazos, fusiles y metralletas. Fueron necesarias dos interminables horas de lucha desigual para desarmarlo. Cayó el machete, cayó el sombrero y con él, una larga cabellera negra que le llegaba a la cintura. Lo ataron de brazos y pies y lo arrastraron en medio del griterío y la protesta de hombres y mujeres y los niños que éramos sus amigos.
Al día siguiente, sin habernos puesto de acuerdo, antes de entrar a la escuela, nos reunimos una veintena de niños en la puerta del cuartel para saber de nuestro amigo que, decían las viejas del pueblo, iba a ser trasladado al manicomio de Guayaquil, pero afirmaban que esto no era necesario, ya que la agresividad le había venido con la luna llena, y pronto iba a desaparecer. Lo que vimos fue algo que no podremos olvidar. Para divertirse, los milicos lo habían atado de pies y manos a una cruz, como a Jesucristo; nos llegamos a persignar. Cuando nos vio, esbozó una sonrisa y luego se puso a llorar. Era evidente la paliza que le habían dado, "terapia" que entonces se utilizaba para calmar a los locos.
A los pocos días, cuando hubo cambio de luna, salió en libertad gracias a la solidaridad de los niños que todos los días fuimos a visitarlo. Mientras lo tuvieron detenido sólo nos dejaban mirarlo, luego nos dejaban estar con él hasta media hora.
Seguimos construyendo aviones y los fuimos guardando para cuando saliera. Un día, Venancio, que era un niño campesino, trajo al cuartel un inmenso trozo de madera de balsa , con el que Nicandro hizo el avión más hermoso que he visto en mi vida. Lo bautizamos "Gavilán", que es un pájaro grande que se detiene en el aire con las alas extendidas.
El sábado que lo dejaron libre, nos movilizamos y nos dimos cita en la plazuela para la mañana siguiente, donde acudimos centenares de niños, con una enorme cantidad de aviones.
Esa mañana de domingo, el cielo de Cariamanga se cubrió de colorido con aviones que partían y volaban en todas direcciones. Pero ese sueño duró sólo una mañana. Al mediodía, Nicandro subió al campanario y se lanzó al vacío en el gavilán, que no quiso volar ni detenerse en el aire.


ANÉCDOTAS

LUCHO: ¿En qué idiomas habla Inti-Illimani?

HORACIO: Bueno, todos hablamos bastante italiano y algo de inglés, pero podemos presentar conciertos en español, italiano, inglés, francés, alemán, holandés y portugués.

LORO: Renato es el que habla holandés y portugués. Es el encargado de las lenguas exóticas (risas).

LUCHO: ¿Pueden todos hablar inglés?

HORACIO: Nos defendemos, con excepción de Max, que no es muy aficionado a las lenguas. A propósito de esto, cuando nos invitaron al Festival por la Paz en Bochum, Alemania, en 1982, fuimos sin tener clara la magnitud ni la trascendencia del festival. Llegamos allá y nos llevaron a un hotel a todo lujo lleno de artistas famosos. Nosotros caminamos deslumbrados por el vestíbulo cuando de repente Max chocó con un moreno alto. Se echa hacia atrás y reconoce a Harry Belafonte, y le dice "Hallo, Harry. I am Max, Inti-Illimani, Chile". Harry nos conocía como grupo, pero no individualmente, de modo que después de unos segundos sonrió, saludó a Max y comenzó a conversarle. Allí Max se da vuelta y dice "¡José! ¡Ven! ¡Me está hablando en inglés!" (risas).


LUCHO: ¿Tienen alguna anécdota culinaria?

HORACIO: Sí. Cuando actuamos en el Festival de Edimburgo, en 1986, nos quedamos en casa de unos amigos escoceses de John (Williams) nos atendieron muy bien, de modo que para retribuir, los invitamos a comer. Gran expectación, y decidí hacer un risotto a la italiana. Cuando ya estaba listo el arroz, el toque final era agregarle un poquito de aceite. Cuando lo hice, sentí un aroma extraño y cuando lo revolví empezó a hacer espuma... ¡le había echado detergente! (risas).


JOSÉ: Hay otra anécdota lingüística de Max. Resulta que él es el que tiene mayor facilidad para hacerse de amigos y ser reconocido...

MAX: Es la cara de indio... (risas)

JOSÉ:... Yo creo que es su simpatía. Es un especialista en romper el hielo y salir de situaciones solemnes. Se contacta muy fácilmente. En Vietnam, por ejemplo, era posible hablar francés con los viejos, pero con los jóvenes había que inventar formas de comunicación. Max se las arreglaba con dibujitos.
Una vez, en Holanda, nos invitaron a una comida después de un concierto. Max se puso a "conversar" con una niña, valiéndose de dibujos y una que otra palabra en inglés. De pronto, la niña sintiéndose más en confianza, tiró una frase larga en inglés. Al final le pregunta a Max "Do you understand?" y Max le contesta "Yes, I Amsterdam" (risas).


HORACIO: Entre el 79 y el 80 trabajamos mucho con Arja Saijonmaa en Suecia, donde hay miles de chilenos. Ellos se sentían muy orgullosos e identificados con estos conciertos y la música de Violeta, que era la base del espectáculo. Cabe señalar que Arja, junto con ser muy atractiva, es muy alta, tanto que los chilenos nos decían "Blancanieves y los siete enanitos" (risas).
En una de estas ocasiones aparece un grupo de cuatro caballeros muy elegantes y uno de ellos nos dice: "En nombre de la agrupación de chilenos, queremos expresarle el orgullo nuestro de que Uds. hayan llegado hasta aquí interpretando esta música maravillosa de nuestra tierra con la gran cantante Arja Saijonmaa". Yo le di las gracias y se produjo un silencio que el compañero rompió acercándose a mí en gesto de complicidad; dándome un codazo me dijo: "Dígame, compañero. ¿De dónde sacaron ese tremendo pellejo?" (risas).


LORO: En las giras largas suele darse un elemento de monotonía, que nosotros tratamos de romper con bromas de todo tipo. Por ejemplo, dado que en nuestros conciertos acomodamos todos los instrumentos sobre mesas en el escenario, una de las bromas consiste en colocar, junto a los instrumentos, objetos extraños, tales como alicates, rollos de papel higiénico, etc. El público no nota estas cosas, son bromas internas del conjunto. Pues bien, una vez en Suecia el técnico de iluminación, un viejito sueco, tenía una manzana en su propia mesa. Alguien la tomó y la agregó a esta colección de objetos...

HORACIO: Durante una canción en la que yo no tocaba, agarré la manzana, sin saber de quien era, y me la comí delante del viejo, que me reclamaba indignado en sueco y yo sin entender nada (risas).


HORACIO: Cuando recién llegamos a Italia, vivíamos en una pensión cerca de la estación Termini. Cuando teníamos que viajar en tren, nos íbamos a pie a la estación llevando los instrumentos. En una oportunidad tuvimos un concierto en Bari. Llegamos todos juntos a la estación, menos José Miguel. Instalamos los instrumentos en un carro, José y Jorge se quedaron con ellos y los demás nos fuimos a otro carro.
Había que hacer un transbordo y el Loro, Max y yo creíamos que era en Nápoles. Cuando llegamos a Nápoles, ni señales de Jorge, José, José Miguel ni de los instrumentos. Nos bajó un pánico hasta que alguien nos explicó que había que cambiar tren en la estación anterior. Nos tranquilizamos y nos quedamos esperando el tren siguiente de Nápoles a Bari, suponiendo que Jorge, José y José Miguel habían continuado el viaje normalmente.
A todo esto, José y Jorge se habían bajado con todos los instrumentos en la estación que correspondía, reclamando seguramente por nuestra ausencia. José Miguel no había aparecido.

JOSÉ: Así fue. Una vez que llegamos al andén donde se suponía que teníamos que tomar el tren a Bari, Jorge se devolvió a ver si los demás todavía estaban en el otro tren. Yo, mientras, subí todos los instrumentos y el tren partió de inmediato. Jorge se quedó abajo y yo andaba sin dinero y sin pasajes, de manera que no podía seguir viaje a Bari. Me bajé en la estación siguiente, bajé todos los instrumentos, los subí a un tren de vuelta y regresé a la estación donde había quedado Jorge. Menos mal que él estaba esperando. A todo esto, Jorge no había alcanzado a revisar el tren original, ya que este también había partido de inmediato (risas).

HORACIO: Max, el Loro y yo seguimos viaje a Bari más tarde en un tren rápido y llegamos sin novedad. Llegamos al teatro, donde tenían a un conjunto local entreteniendo al público mientras nos esperaban a nosotros. Para sorpresa nuestra, José, Jorge y José Miguel no habían aparecido aún y tampoco los instrumentos. Cuando nos estábamos consiguiendo un par de guitarras para actuar como trío (risas), aparecieron Jorge y José con los instrumentos, pero sin José Miguel.
Actuamos, se salvó la situación y cuando estaba terminando el acto aparece José Miguel con un italiano. ¿Qué le había pasado? Llegó justo a tiempo a la estación Termini, se subió al último carro y vio con horror que el resto del tren comenzaba a alejarse (risas). El vagón estaba desconectado, de modo que se quedó en Termini. Tomó el tren siguiente, llego a Bari a tiempo para el concierto, pero no tenía idea de donde era, ya que se había confiado en los demás. Tomó un taxi con tan mala suerte ¡que el taxista no era de Bari! (risas). Lo anduvo dando vuelta por dos horas buscando el teatro hasta que lo encontraron, pero a todo esto el chofer ya se había compenetrado del problema, de manera que entró con José Miguel a ver lo que quedaba del espectáculo ¡y no le quiso cobrar la carrera! (risas).


MAX: Una anécdota que demuestra la flexibilidad de los italianos es la siguiente: una vez hubo una huelga de los trabajadores del aeropuerto justo cuando nosotros teníamos que volar a Catania, Sicilia. Todo el equipaje se quedó en la losa junto al avión, pero no lo cargaron. Nosotros empezamos a conversar con los trabajadores en huelga explicándoles que teníamos este concierto en solidaridad con Chile, etc. Finalmente, ellos accedieron a darnos las instrucciones para que cargáramos nosotros mismos, lo que no es fácil, ya que hay que colocar el equipaje dentro del avión de una manera preestablecida. Jorge y José Miguel se subieron al avión y nosotros de abajo les fuimos pasando el equipaje, tanto el nuestro como el del resto de la gente que iba en ese vuelo (risas).


HORACIO: En otra oportunidad, volábamos a Barcelona y a José se le fue el pasaporte dentro de la maleta. Era imposible ya recuperarlo y José no podía salir de Italia sin pasaporte. La situación se resolvió parcialmente, ya que, después de una larga discusión, los italianos autorizaron su salida, pero le dijeron que él se las tenía que arreglar en España.
En el avión hicimos un plan: José se iba bajar al último del avión y se iba a colocar al final de la cola de revisión de pasaportes. Uno de nosotros iba a salir primero, recoger el equipaje de José y tratar de pasarle el pasaporte antes de que llegara su turno de revisión. No teníamos la menor idea de si esto iba a ser posible o no, ya que en algunos aeropuertos grandes, el punto de revisión de pasaportes queda bastante lejos del lugar donde se recogen las maletas.
Pues bien, tuvimos la suerte increíble de que ambos puntos estaban en salas contiguas y ¡justo había una ranura entre las dos por la que cabía el pasaporte! (risas).


MARCELO: Hubo un período en Italia en que la policía anduvo a la búsqueda de terroristas. En ese tiempo era frecuente que detuvieran a los autos en cualquier calle y los revisaran en busca de armas o quién sabe qué. Un día me hizo parar la policía cuando yo iba a un ensayo. Se me acercó uno de ellos con cara de pocos amigos y me pidió los documentos. Yo le expliqué que era de Inti-Illimani y que iba a ensayar. En eso, el policía ve una caja larga en la que yo llevaba varias quenas y me dice: "¿Ah, sí? ¡Y no me va a decir que allí lleva las quenas!". "Efectivamente", le contesté, "abra la caja y convénzase". Su compañero entonces tomó la caja y la abrió con gran cuidado. Cuando vieron que de verdad eran quenas, uno me dijo: "Oiga, ¿por qué no nos toca "El aparecido"?" (risas).


LUCHO: ¿Les ha tocado tener que comer algo particularmente extraño o chocante?

HORACIO: No fue chocante, pero una vez comimos en Ecuador una sopa de cuye; el sabor es parecido al conejo. Bueno, en mi plato venía una patita de cuye, con las uñitas y todo (risas).

LORO: Bueno, para nosotros podrá ser desusado, pero para ellos no...

MARCELO: ¿Para los cuyes? (risas)

MAX: No. ¡El problema es que el cuye tenía las uñas pintadas! (risas).


MAX: En Japón comimos un pescado que tenía gusto exactamente a jabón (risas).

LORO: Bueno, la sopa se llamaba "Camay"... (risas)


MAX: En una de nuestras primeras giras, a Perú en 1969, íbamos cinco, de los cuales cuatro íbamos con nuestras compañeras. El problema es que había bien pocas comodidades y una noche nos tiraron a dormir a todos a una gran pieza con cinco camas. Lo peor es que la pieza también hacía las veces de bodega y había sacos debajo de las camas. Esto no habría sido nada si no hubiera sido porque a media noche, con la luz apagada, empezó a entrar y salir gente trayendo y sacando estos sacos. No pudimos dormir nada con el miedo de todo este movimiento inesperado (risas).


HORACIO: En esa misma gira nos conseguimos alojamiento en un convento. Las monjas colocaron a nuestras compañeras en un ala, muy custodiadas, y a nosotros en otra (risas). Allí nos conseguimos un contrato para cantar en el intermedio de un cine donde daban una película de Enrique Guzmán que se llamaba "No se mande, profe" (risas).
Tocamos "El cóndor pasa", que nunca ha estado en nuestro repertorio, pero que en ese tiempo en Perú era número obligado. La cosa es que nos pagaron en monedas y salimos con un saco de plata, aunque no era mucha (risas).


HORACIO: Allí tuvimos la oportunidad de ir a Machu Picchu, pero Ernesto (Pérez de Arce) nos convenció a mí y al Loro...

MARCELO: Seguramente los más flojos... (risas)

HORACIO:... de no ir a Machu Picchu, sino que hacer otra cosa. Yo creo que fue porque le dio flojera levantarse a las cinco de la mañana. Así es como el Loro y yo aún no conocemos Machu Picchu (risas).


HORACIO: En nuestra primera salida de Chile, el 68, actuamos en la peña "La Tranquera", en Mendoza. De lo que nos pagaban, que era poco, teníamos que juntar dinero para pagar el pasaje a Buenos Aires y no nos alcanzaba para comer en la Peña... (risas). Había un cantante llamado El Indio Camilo, que cantaba música argentina, y ordenaba unos tremendos platos de carne. Cuando se dio cuenta de que nosotros estábamos muertos de hambre, se apiadó y nos dio un pedacito a cada uno (risas).


LORO: Nuestra popularidad fue tal en Italia, que hubo un momento en que cualquier cosa que hacíamos sacaba ovaciones y aplausos de pie. Estábamos compitiendo con Pink Floyd en los primeros lugares del ranking italiano y nuestra fotografía aparecía en las portadas de las revistas de música popular.

HORACIO: En esas circunstancias, el año 75 se hizo un megaconcierto llamado "Música por la libertad". Allí actuó Quilapayún cantando la cantata "Santa María de Iquique", con el texto leído por Gian María Volonté. Nosotros también aparecimos en ese espectáculo ante veinte mil personas y tuvimos una de las peores actuaciones de nuestras vidas. Estábamos agotadísimos, el ruido en el estadio era infernal, y cantamos el "Venceremos" de tal suerte que en un momento había un tono entero de diferencia entre nosotros y las guitarras (risas)...

LORO: Fue como un momento crítico, ya que allí nos dimos cuenta de que el apoyo que tenía el conjunto iba más allá de cualquier consideración. Podíamos cantar de cualquier manera y el apoyo del público seguía siendo irrestricto. ¡Nos perdonaban todo! (risas).


MARCELO: Cuando nos sacamos los ponchos y cambiamos nuestra vestimenta escénica, no sólo cambió el aspecto exterior del grupo, sino que también hubo un cambio en la actitud. Se hizo necesario cuidar más la forma de enfrentar físicamente el escenario. Hubo que preocuparse más de cómo pararse frente al micrófono y de que la camisa tuviera todos los botones, ya que el poncho ocultaba muchos detalles.
Durante la segunda actuación que hicimos sin poncho, estábamos tocando "Hermanochay", que es la única en que toco sikus. En el momento de estar tocando, se me acerca Jorge y me dice al oído "¡Ciérrate el marrueco!". No supe que hacer. Traté de taparme con la zampoña, pero era muy corta. Me giré un poquito, crucé las piernas, etc. ¡Al final, resultó que había sido una broma! (risas).


MARCELO: El 22 de noviembre de 1980 hicimos nuestro primer concierto donde compartimos el escenario con John Williams. Fue en el Dominion Theatre de Londres, y era como jugar fútbol con Pelé. Al final de la actuación, y estando todos muy felices por la actuación, llega Jorge y me dice con voz autoritaria: "Baje inmediatamente al escenario, salga por la puerta chica de la derecha y diga 'Yo soy Marcelo'. ¡Se lo ordeno como hermano mayor!". Un poco extrañado y curioso bajé la escalera y me empecé a sentir ridículo de la idea de abrir una puerta y decir "Yo soy Marcelo". ¿Cómo decirlo?. La cosa es que salí y no supe atar ni desatar; me quedé mudo. Ahí estaban ellas, dos hermosas señoritas, que ante mi estúpido silencio me dicen "¿Tú eres Marcelo?". Como en el chiste, me dieron ganas de responder "Sí, yo también te quiero mucho".
El caso era muy simple: una de ellas, Susana, traía saludos de un amigo común. Conversamos un poco, intercambiamos teléfonos, al día siguiente la invité a nuestro concierto en Sheffield, luego la invité a Roma y si lees 'Roma' al revés, entenderás el resto. Al cabo de algunos meses, Susana se vino a Roma y luego nacieron Sebastián y Pascal. Cuando vivíamos juntos vine a saber quién era el amigo común que me mandó los saludos (risas).